Tonia Etxarri-El Correo

Ojo al dato: cuando un partido político justifica algún cambio táctico amparándose en las preocupaciones de los ciudadanos, en lo que está pensando no es, precisamente, en ‘no perder la calle’ sino en ‘no perder votos’. Eso es lo que le está pasando al PNV con la política migratoria que, por necesidad de buscar algún desmarque con respecto a Bildu, dice que no ve la inmigración como un «problema en sí». Pero, en su emplazamiento a los inmigrantes para que se integren y respeten las costumbres (y las leyes) de la sociedad que los acoge, aflora un planteamiento idílico que muchas veces poco tiene que ver con la realidad. Que existe una relación entre el incremento de algunos delitos y la inmigración no regulada es un dato; no una opinión. Y la calle, que vota, acusa el golpe.

Porque la inseguridad creciente que muchos ciudadanos dicen sufrir con algunos colectivos de inmigrantes que delinquen ha provocado una preocupación tan palpable que no hace falta pulsar el sondeo del CIS de Tezanos. Se trata de escuchar a la calle, en pleno centro de ciudades como la de Bilbao, por ejemplo, cuyo alcalde, Juan Mari Aburto, ha tenido a gala presumir de la seguridad urbana mientras delincuentes reincidentes han sido capaces de sembrar el pánico en cuestión de minutos con actos cada vez más recurrentes.

El PNV, en su progresiva muda de piel, ha ido dejando en el camino el etnicismo de su fundador Sabino Arana para autodefinirse como socialdemócrata en su programa social. Pero en cuestión migratoria intenta mantener el equilibrio como puede, sobre el alambre. Ni los jelkides ni otros partidos que se autoproclaman progresistas se atreven a admitir que la inmigración se está convirtiendo en uno de los principales problemas de la población. Pero no hace tantos días, la explosión racista en fiestas de Hernani de los jóvenes de la localidad contra un grupo de magrebíes a los que intentaban linchar al grito de «Gora ETA Militarra», apelando al terrorismo de antaño como venganza justiciera, refleja la sensación de vacío de poder a la hora de dar una respuesta.

Entre la inmigración descontrolada y la criminalización generalizada del emigrante bascula el pulso del debate político, que debería encontrar un equilibrio. Es cierto que la inmigración regulada que viene a trabajar es una riqueza y una aportación a nuestro Estado del bienestar. Pero nuestros responsables se encuentran ante un problema con la irregular que no están sabiendo gestionar. Porque no se trata de repartir a 4.000 menores acompañados (¿qué harán con los próximos 4.000?). ¿Tenemos medios, sin límite, para garantizar a todo el que venga una inserción social?

El reto de la política migratoria, en toda Europa, no es una cuestión ideológica. La izquierda danesa ha asumido que la llegada descontrolada de la inmigración devalúa los salarios, distorsiona el mercado y genera problemas de seguridad. El Gobierno de Portugal acaba de firmar un acuerdo con la ultraderecha para frenar la inmigración. Pero el Gobierno español, aparte de llamar «xenófobos» a quienes se oponen a sus medidas, no tiene un plan. Solo ofrece parches.