JUAN CARLOS GIRAUTA-ABC

  • ¿Resulta que Bush no era tan tonto y realmente dio un pucherazo de cirujano fino? Yo no lo sé, ni tú tampoco

Antes de oficializarse el sintagma ‘la gran mentira’, que los dueños del lenguaje han reservado a la versión trumpiana según la cual los resultados de las últimas presidenciales estadounidenses no son legítimos, dos fracasados candidatos demócratas a la presidencia habían incurrido en lo mismo. Exactamente lo mismo.

Al Gore se negó a aceptar en 2000 la victoria de George W. Bush después de haberla reconocido. «¿Me estás diciendo lo que creo que me estás diciendo?» –inquirió el republicano, pasmado por el giro de su contrincante y la insinuación de pucherazo que llegaba desde el otro extremo del hilo telefónico.

¡Ese maldito Trump es un enemigo de la democracia liberal! ¡Al recurrir los resultados que otorgaron la victoria a Biden puso en tela de juicio el sistema entero! Ya. Solo que eso es precisamente lo que hizo Al Gore sin que nadie piara: recurrir y forzar el recuento. Sin embargo, en su caso las prevenciones estarían plenamente justificadas porque los dueños del relato, que son los dueños del lenguaje, habían predispuesto a la opinión pública occidental para una valoración torcida, prejuiciosa y estúpida: como Bush es tonto (todo el mundo lo dice), seguro que ha perdido. Como tengo frío, los ciegos van a caer en cinco.

Los efectos sobre la credibilidad del sistema electoral estadounidense, y por tanto de su democracia misma, han sido perdurables. Enseguida te cuento por qué: a día de hoy, veintidós años después de que Gore soltara la gran mentira (lo siento si la ‘gauche’ mundial tiene el ‘copyright’) todavía podemos encontrar en diferentes plataformas digitales un puñado de documentales sobre el supuesto robo electoral de Bush. ¿Resulta que Bush no era tan tonto y realmente dio un pucherazo de cirujano fino? Yo no lo sé, ni tú tampoco. No sabemos si las denuncias de Gore estaban justificadas, con todo el daño que ha hecho a la fiabilidad electoral, ni tampoco sabemos si lo están las de Trump, con todo el daño que dicen que va a hacer. Volverá a la presidencia y dirán: «He ahí el daño». Así son.

El otro demócrata fracasado que rompe la baraja si no gana es la señora Clinton, heroína de los americanos con un par de coches eléctricos y otro par de residencias. ¿Cómo es que nadie acusa a la corneada Hillary de ‘conducta iliberal capaz de acabar con todo lo que creíamos bueno de Estados Unidos’, o algo así, con perífrasis y cursilada? Es raro porque, tras las elecciones de 2016, Hillary no aceptó los resultados y afirmó que la presidencia de Trump era ilegítima. Con comillas: «ilegítima». ¿Un cabreo del momento? No. En 2019 insistía: «Trump sabe que no es un presidente legítimo». Y Jimmy Carter, el inane zascandil de los cacahuetes: «Trump perdió las elecciones y lo colocaron en la presidencia porque los rusos interfirieron». Pero todo esto no daña la democracia porque ellos son los dueños de la verdad, del discurso y del lenguaje. No pienses.