A los que ponen sus esperanzas en estas elecciones tengo que decirles que si las gana el PNV se radicalizará, en septiembre tendremos en el Parlamento vasco las propuestas articuladas del plan Ibarretxe, y si las pierde se radicalizará aún más, porque a pesar del revés lo seguirá manteniendo a piñón fijo.
Otra cosa es que con más tiempo le alcance la necesaria reflexión, pero eso lo dejamos para las elecciones generales o las autonómicas, cosa nada segura, porque su viaje, hasta las profundidades del averno, tiene todas las características de ser un viaje sin retorno. Pero no se preocupen demasiado, porque papá Estado ya ha decidido estar presente en Euskadi, gracias a la presión de la opinión social, y, aunque la vorágine electoral no nos deje observar el cambio cualitativo que se está dando en Euskadi, las cosas están cambiando profundamente a pesar del nacionalismo.
A raíz de que el Estado se decidiera a estar presente en las Provincias del Norte, término liberal donde los haya, las contradicciones afloran en la comunidad nacionalista. ETA no puede estar alegre con el plan Ibarretxe y a los pocos días decir que no lo acepta. Ni el PNV puede sustentar ese plan como medio de pacificación cuando ni siquiera ETA lo acepta. Esta no aceptación le puede venir bien al PNV ante las elecciones, porque así, dicen, se demuestra que no hay negociaciones, pero se descubre, sobre todo, que la primera que inhabilita el plan es ETA. Tampoco vale prohibir a medias con la Ertzaintza un acto de AuB, que es como fornicar a medias. Ni tampoco que se vaya favorecer el recuento de las papeletas nulas de Aub para decir a continuación que no tienen ninguna validez a la hora de repartir escaños. El PNV tiene claro que una cosa es recoger las nueces del suelo y otra subirse al árbol. Tanta contradicción es el resultado de la llegada del Estado.
No pierdan mucho tiempo preocupándose por las consecuencias si los nacionalistas ganan o pierden, porque harán acto seguido lo mismo. Los que esperaron rectificaciones de Ibarretxe en la noche de su pírrica victoria electoral en las elecciones autonómicas pueden comprobar que sigue su camino de la autodeterminación, incluso le ha incorporado la argumentación de ETA sobre el conflicto con España. Tuvo su oportunidad y no la aprovechó, pudo romper las amarras con los ahora ilegalizados y no lo hizo, prefirió la comunión nacionalista a la convivencia democrática, y sin embargo, con todo el egoísmo del pequeño burgués radicalizado, porque lo manda el fiscal y la Junta Electoral, tiene que mandar a la Ertzaintza a prohibir, aunque sea a medias, un mitin de esos patriotas que ahora se llaman AuB. No nos tiene que preocupar lo que vayan a hacer los nacionalistas en función del resultado electoral. Harán lo mismo.
Sobre lo que debiéramos de reflexionar es sobre la naturaleza civilizadora del Estado. Ese Estado que nuestra generación creyó un ente esencialmente pérfido y a batir porque el que conocimos era el de un régimen dictatorial. Aparece un Estado democráticamente legitimado, como en el Reino Unido o en Francia, y acaba con la impunidad. El que quema un autobús lo paga, el que mata va a la cárcel y recibe la consideración de asesino, y el que carece de compasión, de piedad, hacia el corporativo asesinado queda inhabilitado para presentarse a las elecciones en una lista que hace gala de no condenar el terrorismo, porque el primer derecho es el de la vida. Así, de paso, los que procedemos de la izquierda revolucionaria, delirante, voluntariosa, de los años sesenta, descubrimos el valor del Estado; pero, reconozcamos, que también la derecha lo descubre, y los socialistas también, que esta falla era muy general e hispánica. Y el que no lo entiende, como el lehendakari, es el que acaba llevándonos a rompernos la cara entre los vascos de la manera más angelical y estúpida.
No se trata ahora de un delirio de optimismo. Nos faltaba un Estado que evitara la arbitrariedad y la impunidad, origen de la crisis política y social que aquí se ha creado. Cuando se ha hecho presente, este país ha cambiado, y podemos cantar como los cabritillos «al lobo no tememos» y empezamos a mirar con sentido del humor los rostros y arengas de nuestros líderes nacionalistas. Y cuando uno empieza a reírse de los políticos, de los nacionalistas especialmente, es que la situación empieza a ser normal.
Eduardo Uriarte Romero, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 22/5/2003