- Algo, parapetado tras lo cual, Putin se trueque en nombre benevolente a los ojos de la más izquierda y de la más derecha. Y trueque a Rusia, en amistosa democracia, financieramente benévola con los amigos
Vini, vidi,… fugi, «llegué, vi, …hui». En ese brillante trastrueque del apotegma cesariano, cifraba Francesco Guicciardini (Historia de Italia, XVII, 6) el oprobio del Duque de Urbino, de cuya ingeniosa estrategia para eludir el combate acabaría por seguirse, en 1527, el atroz Sacco di Roma, esa tragedia mayor de la Europa renacentista.
El escarnio que el Comisario General del ejército pontificio hace caer sobre aquel Duque, tan poco dado a librar batalla, me volvió el otro día a la cabeza, mientras escuchaba el angélico hallazgo de un tal Maíllo, que ejerce, leo, de «coordinador general» en Izquierda Unida (¡todavía existe eso!): «Si quieres la paz, no prepares la guerra». Sencillo y luminoso. ¿Cómo es posible que a nadie se le haya ocurrido antes? ¿Una apisonadora está a punto de pasarte por encima? Cierra los ojos y la apisonadora dejará de existir. Basta con que desees algo benéfico con la intensidad suficiente, para que ese maravilloso algo se trueque en realidad. Y para que todo feo sinsabor se volatilice: guerra y muerte incluidos. Entre nuestros más altos anhelos y el paraíso, no existe obstáculo que no pueda ser cancelado por un acto de nuestra voluntad humanitaria.
En su correspondencia de unos meses antes del desastre de 1527, Maquiavelo había prevenido a Guicciardini frente a los insensatos que ven la guerra como una decisión azarosa de arbitrarios individuos, regidos por la perversidad o la locura. «Siempre, en lo que yo recuerdo, o bien se hizo la guerra, o bien se razonó acerca de ella. Razonamos ahora; dentro de poco, la haremos; y, cuando ésta acabe, será preciso volver a razonar sobre ella nuevamente. De modo que nunca llegará el momento de dejar por completo de pensarla».
Ni el autor de esa obra clave que es El príncipe, ni el de la monumental Historia de Italia eran mentes degeneradas. Puede que no alcanzaran la excelsa filantropía del tal Maíllo. Pero habían leído a los clásicos. A aquel Heráclito, por ejemplo, que advertía de cómo «Guerra es padre y señor de todas las cosas, y a unos hace esclavos y a otros hombres libres». O bien, sin más, eran sencillamente adultos: sabían que el avance de las tropas imperiales no iba a ser detenido por un sencillo pestañeo, a la manera en que los niños suprimen cualquier peligro o desagrado con nada más que cerrar los ojos. Y que, cuando un ejército agresor no halla frente a sí otro ejército de similar potencia dispuesto contenerlo, no van a ser los alegatos de «no haber preparado la guerra» los que vayan a disuadirlo de completar su tarea.
Negar la realidad es el modo infalible de que la realidad nos aniquile. Siempre que la ocasión se tercie. Es la más vieja trampa del lenguaje: la que sueña traer felicidad al mundo con sólo enunciarla; la que sueña borrar el mal con sólo hacer explícita su voluntad de que el mal no acaezca. El niño cierra los ojos ante el horror que atisba: y el horror deja de existir en su cabeza. En su cabeza sólo. El hombre adulto se enreda en la consoladora —en la exterminadora— trampa que Blaise Pascal dibujara hace cuatro siglos: «corremos despreocupadamente hacia el precipicio, una vez que hemos puesto ante nosotros algo que nos impida verlo». Algo a lo cual algunos ahora revisten de angelical desarme. Algo que nos impida ver la dura esclavitud que viene. Algo, parapetado tras lo cual, Putin se trueque en nombre benevolente a los ojos de la más izquierda y de la más derecha. Y trueque a Rusia, en amistosa democracia, financieramente benévola con los amigos. No, «no prepares la guerra», por favor. Espera a que la guerra te pase por encima.