No pudiste votarla, ¿y qué?

EL MUNDO 17/10/13
MIGUEL ÁNGEL QUINTANILLA NAVARRO

· El autor reflexiona sobre el rechazo que produce la Constitución a algunos que no vivieron su nacimiento
· Señala que hay que buscar un equilibrio entre los creadores de la norma y quienes no pudieron escoger

Cunde la idea de que quienes no pudieron votar la Constitución no tienen por qué sujetarse a ella. Ese argumento vale, por analogía, para algunas cosas –por ejemplo, para el ingreso de nuevos miembros en la UE– pero no para referirse a una Constitución. Porque Constitución es precisamente aquello que se aprueba con voluntad de que perdure y esté en vigor incluso sobre quienes no la votaron. No se puede decir que un coche es malo porque no flota, y no se puede decir que una Constitución no vale porque no fue votada por todos aquellos sobre los que rige.
Quienes argumentan así contra la Constitución de 1978 lo hacen en realidad contra cualquier Constitución posible, incluida aquella sobre la que sí pudieran votar. Argumentan contra el constitucionalismo en sí. Salvo que consideren que sólo ellos han de tener capacidad constituyente, y nadie más ni antes ni después. ¿Creen acaso que no vendrá nadie detrás que pueda argumentar como ellos lo hacen ahora?¿Por qué una Constitución votada por ellos pero no por el resto tendría que valer más que otra votada por el resto pero no por ellos? ¿Qué les hace tan especiales?
Por otra parte, ¿quieren decir al razonar como lo hacen que de haber podido sumar su voto al escueto «no» de 1978 hoy serían pulcros defensores de la legalidad constitucional? ¿Habrían aceptado su derrota? ¿Cuál es en realidad su problema, quién votó o cuál fue el resultado de la votación?
De lo que se trata en un proceso constituyente es de buscar un equilibrio entre generaciones. En nuestro caso, un equilibrio entre el legítimo derecho de las generaciones que no tenían Constitución y por eso tuvieron que hacérsela en 1978, y las generaciones posteriores, que se han encontrado con la que ya existe y pueden querer decir algo al respecto, también con pleno derecho. Y conviene notar que no es lo mismo «tener que hacer» una Constitución porque no hay ninguna, que «querer hacerse» otra Constitución «porque esta yo no la voté». Las actitudes personales son bien distintas y probablemente la inteligencia práctica comprometida, también. Sorprende que ante el descubrimiento de que ya hay Constitución se produzca irritación y no alivio. Denota una falta de sentido de la realidad y de la Historia inquietante que se piense que un proceso constituyente es una especie de juerga llena de diversiones, y que nacer en un Estado que ya tiene Constitución es una desgracia. Y hay razón para barruntar que «porque yo no la voté» significa en realidad «porque tú votaste» o incluso «para que tú no votes».
En el fondo lo que encubre este tipo de argumentario es la idea de que la Constitución fue mal votada, y de que lo fue «porque yo no estaba allí». Es decir, se supone que en realidad los catalanes –por poner un ejemplo– querían haber votado otra cosa pero no pudieron. Y eso, sencillamente, no es verdad. Puede ser decepcionante para algunos, pero no es verdad. Negarlo es sólo una coartada funcional para encubrir el mal gobierno.
El derecho a tener voz constituyente por parte de las nuevas generaciones es razonable y puede expresar algo bueno. Lo que ocurre es que ese derecho, para no llevarse por delante el derecho de los demás, tiene cauce en la Constitución misma, que tiene que ser la de los jóvenes también, pero no sólo la suya, sino la de todos.
El error está en pensar que el derecho «joven» consiste en participar en el referéndum de 1978, cuando ese derecho es sólo a votar sobre una Constitución que ya está en vigor, y por tanto según sus normas. Si debía o no entrar en vigor ya se votó, y el resultado, también en Cataluña y también en el País Vasco, fue que sí. Desde ese momento, el único derecho a votar es según sus reglas, y no sobre ellas. Entre otras cosas porque la ciudadanía y el derecho al voto derivan de la Constitución de 1978 y no existen sin ella. Se sienta uno lo que se sienta, lo cierto es que a día de hoy la ciudadanía es española o no es. Y si se quiere otra cosa, quiérase, pero no se confunda lo querido con lo que hay en derecho, ni se exija a nadie que se comporte como si esos deseos fueran rea- lidades.
Otra cosa significaría conceder a la nueva generación de españoles la capacidad de suspender cualquier decisión política que se hubiera producido antes de que ella llegara. Y ante ello la pregunta es clara: ¿por qué habría que haber hecho semejante tontería? ¿Por qué los españoles de 1978 debían haber esperado a los de 2013 para arreglar sus asuntos, para organizarse políticamente? ¿Y por qué no a los de 2016, o a los de 2050? La Constitución de 1978 no violenta los derechos de nadie que haya venido después: es una Constitución, y como tal constituye un marco político. Es lo que tiene que hacer. Eso y dejarse reformar llegado el caso. Y lo hace. Lo que ocurre es que los que quieren hacerlo son muy pocos y no alcanzan el número necesario. Y además para cosas incompatibles.
Un joven nacionalista, por ejemplo, quizás piense que la alternativa a la vigencia de la Constitución de 1978 sería el paraíso. Pero más bien sería el infierno. Si no tuviera que aguantar el malestar que le provoca la Constitución tendría que aguantar probablemente algo mucho menos amable. Que pregunte a sus mayores, y que le digan la verdad. En todo caso, ¿qué esperaba, que en 1978 los españoles hubieran aprobado una Constitución contraria a sus propios intereses y preferencias? ¿Esperaba que hubieran aprobado una Constitución conforme a lo que podía llegar a querer una minoría de jóvenes de 2013 y no conforme a lo que efectivamente querían los españoles de 1978 (que entre otras cosas era el bienestar de las generaciones futuras)? ¿De dónde viene su reproche y a quién se hace? ¿Por qué? ¿Qué le molesta, que su opinión no coincida con la del resto? ¿En serio cree que podía existir durante 30 años un país sin Constitución? Alguna tenía que haber, y puesto que tenía que haber alguna, ¿no es lógico que sea la que querían los que votaron? ¿Cómo iban a votar los que no habían nacido? ¿Cómo piensa él incorporar a un nuevo proceso constituyente a la innumerable legión de los que no han nacido todavía?
ESTAS CUESTIONES sólo se resuelven, pues, mediante el equilibrio entre lo que se necesitó decidir en 1978 y lo que se podía necesitar después. Lo que ninguna Constitución, ninguna norma del tipo que sea, puede soportar es la apelación a un derecho a decidir al margen de lo decidido, que es lo que hoy se pretende, estableciendo la idea de que a uno sólo le vincula lo que «siente» como vinculante. Eso no es una simple opinión, es un cambio de civilización. Es el abandono del Derecho como pieza esencial de nuestra sociedad. Puede que yo sienta que mi contrato de alquiler ya no es mío, pero lo cierto es que lo firmé, y que objetivamente, da igual lo que yo sienta, debo pagarlo. Puede que sienta que mi coche es el deportivo del vecino y no el utilitario que está aparcado en mi plaza de garaje, pero lo cierto es que el coche del vecino no es mío sino suyo. Este tipo de cosas, realidades jurídicas, es lo que define nuestra civilización política, el Estado de derecho, que en el fondo se apoya en la idea de que la gente es responsable de sus actos.
La Constitución española es válida atendiendo a cualquier criterio civilizado que se quiera aplicar. Aceptar su ruptura o su menosprecio no es una simple actitud, sino un acto moralmente reprobable y un camino de regresión contra el Estado de derecho. Es decir, contra la igualdad. Y desde ahí, quién sabe a dónde. Porque el alma política de los españoles está puesta hoy en su Constitución, con todas las ventajas que eso supone, especialmente para las minorías, pero en algún otro sitio habrá de estar si ésta llegara a faltarnos.

Miguel Ángel Quintanilla Navarro es director de publicaciones de la Fundación Faes.