Que Javier Milei, presidente argentino, se pasó cuatro pueblos el pasado domingo en el acto de Vox al calificar de corrupta a la mujer de Pedro Sánchez es algo que debiera ser indiscutido. No cabe que el Presidente de Argentina, en su primera visita a España desde la toma de posesión de su cargo, la emprenda de forma descabellada contra la esposa del presidente Pedro Sánchez. Porque, además, esa manifestación es rigurosamente falsa. Podremos admitir que su conducta ha sido imprudente y antiestética; incluso podremos pensar como lo dice Mirian González, mujer del ex vice premier británico Nick Clegg: “Si hubiera hecho lo mismo, me habrían quemado en Trafalgar Square”. Pero de ahí a calificarla de corrupta existe un larguísimo trecho que nunca se ha de cruzar. Que su conducta sea delictiva, o no, está en manos de un juzgado de instrucción, quien no la ha citado ni como investigada. Y el derecho a la presunción de inocencia rige para todos, sean quienes sean. Sin ese derecho, punto final a la democracia liberal.
Cosa distinta es que el gobierno tampoco haya ahorrado en disparates a la hora de desacreditar al Presidente argentino. Desde el ministro de transportes acusándole hace varias semanas de “tomar sustancias” –drogarse, en román paladino–, o el propio presidente Sánchez en sede parlamentaria deseando la victoria en las elecciones presidenciales argentinas del candidato Massa, o no asistiendo ningún ministro del gobierno a la toma de posesión de Milei –a la que sí asistió el Rey Felipe VI–, no parecen las mejores opciones para entablar unas relaciones razonables entre ambos países, España y Argentina.
¿Qué falta? ¿Una ruptura de relaciones diplomáticas? Sería estúpido. España y Argentina son países hermanos, gobierne quien gobierne en cada uno de ellos
Milei será un tipo estrambótico, y lo es, pero si no se entiende que su victoria electoral, con el 55% de los votos frente al candidato peronista Massa, sólo puede entenderse como producto del hastío del pueblo argentino frente a un país hecho añicos, con una pobreza que alcanzaba al 40% de la población, con una inflación disparatada, y de latrocinio que dejó allí el kirchnerismo–peronismo en los últimos veinte años, no acabaremos de entender nada, por más deplorable que nos resulte su figura. De la misma manera, Milei debería entender también que no se puede venir a Madrid para disparatar falazmente contra la esposa del presidente.
Otra cosa distinta es la exageración inaudita en la respuesta del Gobierno. No es de recibo que el ministro de Exteriores, en su empalagosa comparecencia del pasado domingo, anuncie que llama a consultas a nuestro embajador en Argentina sine die; dos días después, retira a esa embajadora, y aún amenace con que la dosis de respuesta no ha terminado. ¿Qué falta? ¿Una ruptura de relaciones diplomáticas? Sería estúpido. España y Argentina son países hermanos, gobierne quien gobierne en cada uno de ellos; España es el segundo socio comercial en exportaciones a Argentina, tras los Estados Unidos; en Argentina viven alrededor de medio millón de españoles, en tanto en España residen unos 350.000 argentinos. No, los excesos, y la falta de un mínimo de comportamiento, en política internacional no son precisamente la forma de enderezar los problemas.
A dos semanas de las elecciones europeas, sería lamentable que el país se encontrara atenazado por polémicas como la de este fin de semana, de la que la propia canciller de Argentina ha dicho que debe ser reconducida
Hay una cosa que sí mueve a la pereza, más allá del embate producido el pasado domingo. Veremos, lo estamos viendo, que en España sigue sin hablarse de política, de las reformas necesarias, con un parlamento semiparalizado y una acción legislativa que prácticamente no existe, más allá de la próxima aprobación de la lamentable ley de amnistía. Y eso, a fin de cuentas, es lo que nos debiera preocupar: verificar que una cosa es formar gobierno y otra bien distinta gobernar. Cuando saltan chispas constantemente entre los socios de la coalición de gobierno, cuando las alianzas parlamentarias de éste son abiertamente indeseables –de Junts a ERC y Bildu– lo normal es que acabe pasando lo que pasa: no hay reformas, no hay proyecto de país, no hay actividad legislativa y el gobierno es una máquina parada en la necesidad de suscitar conflictos, de agrandarlos, los que sean y en cualquier situación, para tratar de diluir su inoperancia.
A dos semanas de las elecciones europeas, sería lamentable que el país se encontrara atenazado por polémicas como la de este fin de semana, de la que la propia canciller de Argentina ha dicho que debe ser reconducida en aras a los intereses comunes de ambos países.
Tanto estruendo horroroso, a todas horas, también mengua la democracia. Porque se hace crecientemente incómodo residir en un país en que el presidente del Gobierno tiene como divisa levantar un muro entre españoles, los sanchistas frente a los no sanchistas; a fuerza de división cismática y enloquecida, es el país que se convierte en incómodo, en desagradable. No es levantando muros precisamente como las naciones avanzan.
Tanto estruendo, tanto griterío ensordecedor, no hace sino recordar la frase atribuida a Talleyrand: “No pueden tener razón, gritan demasiado”.