La guerra, ya lo sabemos todos, es una desgracia que azota a los civiles de todos los países contendientes. Cierto es que a unos más que a otros. Si tu país no es escenario de guerra, te ahorras el destrozo material. Pero los españoles, que no estamos muy cerca de Ucrania, ya estamos viendo cómo la inflación, iniciada en el año 2021, se acelera; las importaciones de Rusia y Ucrania, con excepción del gas, se detienen; el precio de la energía eléctrica sigue disparada y, lo que es peor, no sabemos el alcance que tendrán las consecuencias del conflicto.
Mientras unos aseguran que hay guerra para rato, los que mantenemos cierta esperanza nos planteamos qué salida real se le puede dar a Putin y a Rusia para que dejen de arrasar Ucrania.
Los analistas estamos ya en la octava vuelta de respuestas a «¿qué puede pasar con nuestra economía?». Miramos a China como árbitro que puede aplacar los ánimos del ególatra tirano ruso. Eso sí, a un precio. Xi Jinping afirmaba la semana pasada: «El conflicto y la confrontación no interesan a nadie. La paz y la seguridad es lo que la comunidad internacional aprecia más».
Efectivamente, la postura de China es complicada. Por un lado, no puede apoyar a Ucrania porque sería como aliarse con el bando de Estados Unidos. Por otro lado, no le conviene que la Unión Europea se empobrezca tanto y que haya distorsiones muy profundas en la economía internacional. De ahí las palabras de Jinping, que mantiene un perfil bajo en este conflicto, a pesar de que tampoco quiere dejar caer a Rusia.
Miramos a China como árbitro que puede aplacar los ánimos del ególatra tirano ruso. Eso sí, a un precio
No solamente eso, es que nosotros tampoco podemos ni debemos dejar caer a Rusia. Yo estoy a favor de las sanciones, de dejar de comprar gas y petróleo y de forzar a Putin, por la vía económica, a que deponga su actitud y deje a los ucranianos en paz. No obstante, no puedo evitar pensar en el largo plazo.
En un horizonte de cinco o 10 años, a ningún país nos conviene que sobrevenga otra Guerra Fría. Estamos en una economía más globalizada aún que en los 70 y 80. Las nuevas tecnologías de la información y la comunicación o la digitalización, entre otras cosas, han configurado un mundo en el que la territorialidad es un factor relevante, pero menos.
Es verdad que hay que asegurar la independencia energética, como llevamos clamando, desde hace mucho tiempo, bastantes economistas, aunque ahora se quiera poner la medallita algún partido político. Es fundamental tener una política energética enfocada al consumidor, que ya bastante se está deteriorando el bolsillo de la clase trabajadora, como han recordado los trabajadores del campo y los camioneros el pasado fin de semana. Pero hay que comerciar.
Esta idea de no dejar caer la economía rusa y de no adoptar una actitud revanchista económicamente, una vez se retire Putin y el conflicto acabe, no es nueva. Fue Michel de Montaigne quien afirmaba que, en el comercio, la ganancia de uno era la pérdida del otro.
La respuesta de David Hume la encontramos en el apartado Sobre la envidia (o los celos) del comercio en sus Ensayos Políticos y Morales. De acuerdo con el escocés, la política mercantilista que predicaba Montaigne llevaría a la ruina a nuestros vecinos, reduciendo «a todas nuestras naciones vecinas al mismo estado de pereza e ignorancia que prevalece en Marruecos y la costa de Berbería».
Pero ¿cuál sería la consecuencia? No podrían producir bienes para exportar ni podrían comprar nuestras mercancías. Y continua: «Nuestro propio comercio interno languidecería por falta de emulación, ejemplo e instrucción. Y nosotros mismos caeríamos pronto en la misma condición abyecta a la que los habíamos reducido. Por lo tanto, me aventuraré a reconocer que, no solo como hombre, sino como súbdito británico, rezo por el comercio floreciente de Alemania, España, Italia e incluso la misma Francia».
Si Hume era capaz de rezar por el comercio floreciente incluso de la misma Francia, tal vez nosotros deberíamos darnos cuenta de que una Rusia productiva integrada en el comercio internacional, no implica necesariamente depositar en sus manos nuestro suministro energético, no es una amistad con derecho a roce, sino un mero intercambio comercial en el que basta con cumplir el contrato de compraventa para generar confianza.
La distancia entre esa Rusia económicamente activa y la Rusia de marzo del 2022 tiene nombre y apellidos, Vladímir Putin, y un sistema económico y político al servicio de los oligarcas y de espaldas a los ciudadanos rusos, que también están sufriendo las consecuencias del boicot comercial (merecido) a sus gobernantes.
Un sistema donde no hay Estado de derecho sino un mandato personalista, represor y censor. Los nuevos zares, de nuevo, de espaldas al pueblo, como estuvieron los camaradas comunistas después. Y el sufrido pueblo ruso, empobrecido, obedeciendo. Esa mentalidad de Putin del siglo XIX, imperialista y soberbia, es el estigma con el que hay que acabar.
Para ello, leamos a los maestros como Hume y aprendamos a competir en el mercado sin complejos ni prejuicios. Y ahí tenemos mucho que aprender. El nacionalismo que se esconde detrás de las consignas económicas de «comprar a los míos, aunque sean peores, para hacer patria» acaba mal.
Me parece mucho más beneficioso para una nación crear las condiciones para que «los míos» salgan al mercado internacional y se midan con el resto. Ese proteccionismo que no solamente no protege, sino que amputa la capacidad potencial de destacar en el mercado, es lo opuesto a lo que nos enseñaban Hume y los demás maestros escoceses. Yo también rezo por un comercio floreciente, incluso con Rusia. Una Rusia sin Putin.