José María Ruiz Soroa, EL CORREO, 22/8/11
En 1551 el teólogo Sebastian Castellio se enfrentó, con riesgo para su vida, a la justificación que daba Calvino para exterminar a ciertos herejes o discrepantes en la Ginebra en que ambos vivían. No existía doctrina o causa alguna, por divina y cierta que fuera, que justificase exterminar a un disidente, le dijo: «matar a un hombre para defender una doctrina es sólo eso, matar a un hombre».
Esta idea luminosa y simple, la de la sacralidad de la vida humana, es una idea que ha tardado siglos en establecerse entre nosotros, pero que puede hoy considerarse como patrimonio moral común de la humanidad, si entendemos el concepto de humanidad como algo que hace referencia no a un dato empírico sino a un deber ser, a una exigencia. Nada justifica matar a una persona, ni siquiera la causa más noble ni la patria más excelsa. Matar seres humanos es sólo eso: matar.
Por eso resultan escandalosas y obscenas las palabras del señor Garitano, el diputado general guipuzcoano, cuando afirma que el hecho de que ETA matara a personas con apelativo catalán «fue más que un error». Y no sólo escandalosas tanto por lo que implican para la muerte de personas con otro apelativo de origen, es decir que matan españoles fue sólo un error, o que matan españolazos fue incluso un acierto. Sólo escandalosas porque revela que todavía hoy, en esta sociedad liberal en que vivimos, hay personas que siguen practicando con fruición el sucio arte contable de catalogar las muertes, que siguen siendo capaces de valorar los muertos según su intereses, su doctrina o su patria. Personas que no han llegado todavía al grado moral evolutivo suficiente para pensar y decir con Castellio: “matar a una persona es sólo eso, matar a una persona».
Cinco siglos han transcurrido y hay todavía en Europa un dignatario público, un cargo elegido en democracia (para vergüenza de los electores) que puede distinguir entre muertos: asesinar a estos fue un error, a estos otros más que un error, a aquellos fue comprensible, éstos se lo buscaron, otros fueron fruto de la inevitabilidad histórica derivada del caminar del espíritu nacional hacia su más plena realización. «Florecillas aplastadas al borde del camino del espíritu», como decía Hegel. Esta es nuestra democracia, y no cabe sino aguantarse. Aunque resulte estremecedor que decenas de miles de supuestas personas humanas sigan a un líder así.
Ahora bien, una cosa es aguantarse y respetar las reglas de la convivencia democrática, y otra cosa es admitir risueños en nuestro entorno a esos seres deleznables que no ha llegado todavía al grado moral evolutivo que les permita reconocer la igual dignidad de todo ser humano. Actuar como si no pasara nada, como si fueran normales. Sorprende poderosamente que nuestros políticos se preocupen tanto de proponer un cerco a Bildu para que ésta no detenga proyectos de desarrollo económico que creen vitales para Gipuzkoa y, en cambio, no se planteen siquiera hacerles lo que pudiéramos llamar un vacío político, un cerco humano. Es decir, negarles el trato y la cordialidad interhumana mientras ellos no acepten el valor absoluto de la dignidad humana. Sorprende y choca a muchos, y me cuento entre ellos, la cordialidad con la que el lehendakari socialista saluda a Martín, el alborozo y desenvoltura con que otros políticos se toman los pinchos y sidras con estos seres. Respetarlos y obedecerlos, cómo no, pero ¿es preciso ser humanos con quienes se niegan a conceder el estatus de humanos algunos muertos?
La práctica de la política conlleva un inevitable grado de fingimiento y ceremonia, cierto. Pero no exige que los políticos se abracen con quienes practican el arte de catalogar los muertos según su utilidad. Muchos políticos españoles querrían ahora no haber abrazado tanto y tan fuerte a Gadaffi, o a Mubarak, o a El-Assad hace no muchos meses. Algunos políticos vascos deberían aplicarse la lección e intentar pararles los pies: la educación no está reñida con la exigencia moral. La convivencia civilizada no impide a nadie decir a estos seres obscenos: mientras no repitas conmigo que matar seres humanos es sólo matar seres humanos, y nada más, mientras tanto no te daré la mano, no reiré tus chistes, no comentaré contigo qué mal verano tenemos, no me tomaré un pincho de chistorra, no reiré alborozado la alegría de las fiestas. O todos somos seres humanos iguales, en la vida y la muerte, o no. Y si no lo entiendes así, no formas parte de la humanidad. Porque la humanidad no es un mero hecho, sin una exigencia moral.
José María Ruiz Soroa, EL CORREO, 22/8/11