EDITORIAL-EL DEBATE
  • Es inadmisible que la Presidencia y el Gobierno dependan de partidos que denigran a la Monarquía, insultan al Rey y desprecian la Constitución
El sensato y contundente discurso del Rey, impecable en su espíritu constitucional y necesario en tiempos de zozobra institucional, puede tener distintas interpretaciones en función de las necesidades de cada partido, pero en ningún caso es merecedor de ataques furibundos, extendidos a la propia institución.
Que el PSOE pretenda que la defensa de la Constitución, de la separación de poderes y de la convivencia pacífica esgrimida por el Jefe del Estado consolida su hoja de ruta es, simplemente, delirante: todos esos principios se han puesto en almoneda por la incompatibilidad entre defenderlos y, a la vez, deberle la Presidencia a quienes necesitan destruirlos para coronar sus proyectos rupturistas.
Pero puede hasta ser comprensible si, con ello, se acata al menos el mandato constitucional de respetar a la figura que corona el sistema vigente, la Monarquía parlamentaria, como inteligente fórmula para enlazar la identidad nacional con la arquitectura de una democracia.
Y ni eso puede decirse de los partidos que conforman la coalición de Sánchez, respaldaron su investidura o garantizan su supervivencia. Todos ellos, sin excepción, han mostrado un desprecio inaceptable hacia el Rey y lo que representa, defendiendo abiertamente la desaparición de la Corona y la instauración de un sistema distinto, adaptado a sus desvaríos ideológicos o nacionalistas.
La coalición Sumar ha arramblado contra don Felipe por no suscribir sus alegatos feministas, ecológicos o sobre Gaza, como si la única manera de salvarle de la defenestración fuera convertirle en un portavoz más de Yolanda Díaz, conocida por lamentar en el pasado que España no guillotinara a alguno de sus Reyes.
Y Podemos, Junts, ERC, el PNV o Bildu han exigido abiertamente el derrocamiento del Jefe del Estado, a quien legalmente le deben la sanción de sus cargos públicos, por considerarle un freno para alcanzar sus metas: la instauración de una República, en unos casos, y la ruptura de la unidad nacional, en otros.
Nada de ello tendría demasiada importancia, más allá de demostrar la excesiva tolerancia de la Carta Magna y de la sociedad española con quienes pisotean la convivencia, de no ser porque el PSOE los ha aceptado como aliados de la gobernación y, a menudo, auténticos responsables de la dirección política de España.
Y a eso no debemos acostumbrarnos. No basta con que el PSOE respete teóricamente la Constitución y a quien aparece en su cúspide: además ha de extender ese respaldo, con lealtad sincera, a todo aquel que forme parte de las instituciones, y no digamos si además dirige alguna de ellas.
Sánchez no puede ser paladín de la Monarquía parlamentaria si a la vez es deudor de quienes consideran al Rey el último obstáculo para culminar sus planes de derribo. Y naturalizar ese contrasentido, como si fuera posible estar en misa y repicando, es un craso error: si el PSOE se deja intervenir por todas las fuerzas antisistema, se convierte en su mayor trampolín, a un precio que quizá esté dispuesto a pagar Sánchez, pero España no se puede permitir.