Gabriel Albiac-E lDebate
  • Basta con escuchar la estúpida grosería de Belarra y de Iglesias para sospechar que sí, que, esta vez, el galardón de Oslo se honraba a sí mismo, al proclamar la batalla heroica en la que ha perseverado una mujer sola frente a la dictadura

Nada me es más imperdonable que la descortesía. Manías de uno. Que no tienen por qué ser compartidas.

Esa manía mía me hace asistir, con algo más que malestar, al espectáculo que la España institucional viene dando tras la concesión del Premio Nobel de la Paz a una mujer cuya batalla contra la dictadura venezolana ha sido insobornable. Por una vez, me dije al leer la noticia, el Nobel de la Paz merece respeto. La biografía política de María Corina Machado es la de tres decenios de combate contra la narco-dictadura que, primero con Hugo Chávez, después con Nicolás Maduro, devastó Venezuela.

Basta con escuchar la estúpida grosería de Belarra y de Iglesias para sospechar que sí, que, esta vez, el galardón de Oslo se honraba a sí mismo, al proclamar la batalla heroica en la que ha perseverado una mujer sola frente a la dictadura que hundió al país más rico de la América hispana en un cenagal de narco-política y ruina. Basta con asistir al obsceno silencio del Gobierno de Pedro Sánchez hacia la galardonada, para confirmar que nadie mejor que ella podía devolver la dignidad a ese premio.

«El premio Nobel de la Paz lo reciben ahora golpistas y criminales de guerra», pontificó la secretaria general de Podemos. Es de suponer que, al evocar a los «criminales de guerra» que obtuvieron el Nobel de la Paz, la señora Belarra estuviera pensando en un tal Yassir Arafat, cuyos cadáveres se cuentan por millares y que obtuvo ese honor en el año 1994.

El chamán Pablo Iglesias hizo mayor acopio de ingenio para fundamentar la majadería de su pupila: «La verdad es que para darle el Nobel de la paz a Corina Machado, que lleva años intentando dar un golpe de Estado en su país, se lo podrían haber dado directamente a Trump o incluso a Adolf Hitler a título póstumo». Y, puestos hablar de póstumos, ¿por qué no al colega Fidel Castro, o al padrecito Stalin, o al conducator Ceaucescu, o al funcionario de funcionarios Erich Honeker? O, ya puestos, ¿por qué no al Ayatola Jomeini que tantas damas casquivanas contribuyó a lapidar y cuyo régimen asalarió a nuestro televisivo chamán tan generosamente? ¿Vale la pena seguir con la lista de grandes criminales? Aspirantes no faltan.

Pero esta vez, la ganadora ha sido una ciudadana sin cadáveres a cuestas, sin más mérito que el de haberse expuesto a todas las arbitrariedades de una dictadura, haber arrostrado las descalificaciones, los procesamientos, la inhabilitación, las permanentes agresiones de un despotismo para el cual no existen límites. Ni políticos ni morales. No, no es esta vez un debate ideológico lo que está en juego. Es una apuesta de moral básica.

El enigma, tras la concesión del Nobel, no está en Oslo, no siquiera en Caracas. El enigma está en la España en la cual dos dirigentes políticos pueden hacer elogio de los asesinos más despiadados –Hamás incluido–, al mismo tiempo que infaman a quien supo plantar cara a una variedad particularmente cruel de los intemporales caudillismos caribeños. Y el enigma más hondo no es el de ese parvulario de barbarie, al cual llaman «Podemos». El enigma que debiera preocuparnos es que el presidente del Gobierno español se haya permitido no tener siquiera la cortesía elemental de felicitar a la ganadora. Ni la haya tenido ninguno de sus ministros. Ni uno solo.

Puede que no haya tal enigma, sin embargo. Si algún día la dictadura populista cae en Venezuela, si algún día las finanzas de Chaves y Maduro desvelan a los que en España fueron beneficiarios de su saqueo populista, tal vez ese misterio tenga respuesta. Como tantos otros misterios. Políticos cuanto morales. Puede que entonces entendamos esta vergüenza de ahora. No, no es sólo descortesía.