Manuel Marín-Vozpópuli
- Es imposible que ni un solo español no se haya formado ya un criterio sobre Begoña Gómez y que acuda a juzgarla sin prejuicios y con un criterio imparcial
¿Puede haber un solo español de los 49 millones que somos que no se haya formado aún un criterio sobre las andanzas de Begoña Gómez? Es imposible determinar hoy si la Audiencia Provincial de Madrid avalará la decisión del juez Peinado de someter el primer juicio a Gómez a un Tribunal de Jurado, esto es, a un jurado popular de nueve ciudadanos carentes del menor criterio jurídico-penal. Pero si finalmente la Audiencia sienta en el banquillo a la mujer del presidente del Gobierno por malversar dinero público, la estampa será inédita. No sólo por ser la primera mujer de un presidente que es juzgada. No sólo porque un caso de corrupción afectaría por primera vez al núcleo íntimo de un jefe del Ejecutivo. Y no sólo por lo que tiene de afectación jurídica y ética a un modo cesarista de ejercer el poder. Sino por el plus de señalamiento que tendría la imagen de un banquillo en el que virtualmente también se sentaría Pedro Sánchez.
El tiempo dirá por qué la instrucción ni siquiera ha concluido definitivamente. Pero no son buena cosa los jurados populares. Es cierto que la Constitución prevé en su artículo 117 que la justicia emana del pueblo. La trayectoria de democracias que así lo contemplan empujó a los constituyentes españoles a adoptar el modelo. La soberanía nacional reside en el pueblo y hasta 1995 ese pueblo confiaba la administración de justicia, la culpa o la inocencia, a jueces profesionales en cuya responsabilidad, independencia y criterio debíamos confiar. Pero nos tuvimos que poner muy progres y Felipe González encargó al entonces biministro Juan Alberto Belloch la puesta en marcha del jurado. Que el pueblo sentenciase al pueblo. Eso sí, no con todos los delitos. Los homicidios, los asesinatos, un allanamiento de morada… y los cometidos por funcionarios públicos en el ejercicio de su cargo. Léase el cohecho o la malversación de dinero público. ¿Robas al pueblo? El pueblo te juzga. ¿Qué podría salir mal?
En aquella época empezó a proliferar un debate político, que no social, que hoy ya hemos normalizado pese a su falsedad. Los jueces son todos unos pijos engolados, hijos de gente con dinero que se pueden permitir estudiar en las mejores universidades y que tiene acceso a oposiciones elitistas dirigidas por poderosos. Y el mediocre de clase media o el impotente proletariado quedan marginados sin oportunidades. Con este delirio argumental, Podemos dijo aquello de que hay que “democratizar” una justicia repleta de fachas, amantes del ‘lawfare’, sectarios de un conservadurismo rancio y tipos que, por su ideología y obediencia orgánica a la derecha política, podían hacer caer gobiernos de la izquierda. Hoy toda esta patraña está somatizada, insisto, pese a su cinismo y falsedad. Mentira que además desmiente el propio Consejo General del Poder Judicial con datos objetivos sobre la extracción social de nuestra judicatura.
Eufemismos ‘democratizadores’ y absurdos aparte, lo que se dirime son las cosas del comer. Y ahí emerge esa inveterada obsesión ansiada por todos los gobiernos habidos y por haber: intentar ejercer un control político sobre la justicia, garantizar sentencias favorables y sostener como relato que se confía plenamente en los jueces, que se protege su independencia … Y bajo mesa legislar para poner y quitar magistrados allí donde convenga. La reforma planteada por el ministro Bolaños representa exactamente eso. Un intento desesperado por cumplir y hacer cumplir aquella afirmación que Pedro Sánchez hizo justo después de su retiro espiritual en cuanto se imputó a Begoña Gómez: “Esto se ha acabado”. Sánchez se refería a esa libertad que tienen los jueces para investigar la corrupción. Primero había que cambiar la legalidad y después, a los jueces. Hoy, de momento, Bolaños fracasa estrepitosamente.
Y en 1995 nació el jurado, que siempre escondió un punto de escarmiento público, de escarnio añadido. El jurado añadía en España un factor ideológico y sociológico a la administración de justicia. No te va a mandar a prisión un tipo con toga y puñetas enredado en juridicismos, eximentes y agravantes. Te va a mandar tu vecino, el tendero al que le compras la fruta, tu mecánico del coche, el portero de tu finca. Era un mensaje. Ahora, ya sí, íbamos a ser como los países avanzados, con una justicia realmente del pueblo y para el pueblo que no sería cortocircuitada por jueces. El ciudadano se hace cómplice de las sentencias, las condiciona. Es él quien decide qué hacer con los funcionarios que meten la mano en la caja, aunque carezcan de cualquier puñetera idea de derecho … Basta con su aprobación o desaprobación de un relato de hechos y dar por probada o no una conducta delictiva. Todo iría bien.
Hoy el mismo PSOE que fomentó esa ley, la deplora. Le tiene miedo. Y es razonable. Ningún ciudadano ha podido evitar formarse ya un juicio previo sobre Begoña Gómez, una idea de lo que hizo, un efecto de simpatía justificativa o de antipatía condenatoria y, sobre todo, que detrás de todo el andamiaje está Pedro Sánchez. Un jurado lee, se informa, se forma un criterio preventivo de las cosas, un prejuicio ético e incluso penal, y aquí somos mucho de dictar sentencias en los bares, en la cola del fútbol. Somos especialistas en las penas de telediario… y a ver quién las levanta. No es buena cosa el jurado. Al menos la ley debería prever, ante disyuntivas como la que el sistema someterá a Begoña Gómez, que un acusado pudiera decidir entre dos alternativas: que le juzgue un jurado popular o un tribunal profesional. Que fuera optativo. En España, nueve de cada diez sentencias de tribunales de jurado son condenatorias. Además, ha habido errores históricos que después ha tenido que salvar la justicia ordinaria, como ha podido, inventando soluciones creativas que al final hicieran justicia.
La cuestión no es si se trata de juicios menos garantistas, que no lo son. Si no de sí el prejuicio y el ánimo de revancha social contra algún personaje de relevancia pública condicionan un veredicto más allá de los hechos en sí. Si la necesidad de imponer una suerte de ejemplaridad se antepone a la lógica jurídica. Es decir, si los ciudadanos acuden a una sala de juicios condicionados por la imagen que se ha fabricado de él en los medios de comunicación y las redes sociales. El jurado popular es lo más democrático del mundo hasta que te toca a ti y te enfrentas a ese abúlico administrativo de gestoría, con gafas y cuello de pico, sin la menor idea de los recovecos de las leyes.
Tiene lógica que La Moncloa se revuelva contra la posibilidad —es la ley— de que Begoña Gómez se someta a esta prueba. Primero, porque probablemente se intuye condenada de antemano. Y segundo, porque algo ideológicamente asociado a un mantra de la izquierda —el pueblo, el pueblo, el pueblo y su poder—, se convierte de repente en una herramienta peligrosa e incontrolable. La idea teórica de una justicia absolutamente popular siempre es bonita. La práctica parece que no tanto. Al profesional, lo que es del profesional. Y al ciudadano, el voto. Pero no demos un bisturí a un profesor de autoescuela. Nunca sale bien.