Los partidarios de las políticas de «normalización lingüística», que no son sino ataques a la democracia porque restringen libertades básicas y crean obligaciones arbitrarias, no son sólo nacionalistas. A estos, que simplemente no tienen remedio ni idea decente alguna sobre lo que es la democracia, se unen numerosos españoles con ideas políticas oportunistas o inexistentes, o sencillamente descabelladas.
No resulta sorprendente que los «críticos» con el Manifiesto por la Lengua Común nos reprochen algo que el texto en cuestión no dice en ninguna parte: que el español esté en peligro y requiera de una defensa política. Pero ya es sabido que, en España, la forma más habitual de «criticar» una idea es tergiversarla todo lo posible. Repitamos algo que han entendido sin ninguna dificultad los más de ciento cincuenta mil ciudadanos que ya han firmado el Manifiesto, eso que Iker Casillas expresó mejor que docenas de supuestos «intelectuales críticos»: lo que el Manifiesto defiende es la libertad de elección de lengua en las comunidades españolas bilingües -y, por tanto, el bilingüismo voluntario-, y el valor insustituible de la disposición de una lengua común que saben -o sabían- la práctica totalidad de los ciudadanos de España. Eso es todo. Y es tan claro y evidente que más bien hay que preguntar a los disconformes qué es lo que proponen ellos. ¡Por diálogo y debate, que no quede!
Insistamos: el Manifiesto reclama que se cumplan las previsiones constitucionales en materia de cooficialidad, progresivamente ignoradas en Cataluña, País Vasco, Galicia o Baleares, y que los ciudadanos allí residentes, habitual o temporalmente, puedan elegir en qué lengua quieren escolarizar a sus hijos y cuál prefieren para relacionarse con las instituciones, además de no ser discriminados con excusas lingüísticas cuando quieren acceder a un puesto de trabajo público o tener contratos con la administración, ver la televisión autonómica o, sencillamente, entender los impresos de hospitales y universidades. Es muy sencillo conseguirlo: basta con ofrecer una educación bilingüe y que los formularios, comunicaciones e indicadores públicos también lo sean.
Los partidarios de las políticas de «normalización lingüística», que no son sino ataques a la democracia porque restringen libertades básicas y crean obligaciones arbitrarias, no son sólo nacionalistas. A estos, que simplemente no tienen remedio ni idea decente alguna sobre lo que es la democracia, se unen numerosos españoles con ideas políticas oportunistas o inexistentes, o sencillamente descabelladas. Comencemos por éstos.
Algunas almas bellas sostienen que como el castellano o español disfruta de magnífica salud, no es necesario esfuerzo alguno para defenderlo, mientras que sí es necesario proteger legalmente a las lenguas cooficiales: catalán, gallego y eusquera. Estos espíritus simples se afilian a la tesis de que bastante castellano tienen ya en sus vidas los escolares catalanes, gallegos o vascos, de modo que lo aprenderán solitos de modo natural, mientras que todo el esfuerzo educativo debe centrarse en la lengua cooficial, que muchos ignoran porque no es la suya materna (y que muchos comienzan a detestar, aunque esta es otra historia). Confundir la adquisición espontánea de una lengua con su estudio es similar a creer que es igual contar con los dedos que saber matemáticas -y es una barbaridad, aunque la acepten Suso de Toro y otros semejantes-. Es, en definitiva, aceptar que el analfabetismo funcional en la lengua común es un gran progreso educativo.
El problema de fondo que articula todo el Manifiesto es que las medidas políticas de «protección de lenguas», como las que padecemos en la España periférica afectando casi a 16 millones de ciudadanos, son ilegítimas en sí mismas. Primero, porque las lenguas no son sujetos políticos ni personas jurídicas; y segundo, porque esa protección impropia acaba lesionando gravemente derechos elementales de los ciudadanos. Por ejemplo, el derecho a una buena educación, y desde luego la libertad de elección de lengua. Cualquier política lingüística que vaya más allá de hacer posible un bilingüismo institucional que garantice a todos el derecho a elegir la lengua en que desean comunicarse con la administración y sus servicios sociales es, sencillamente, una política que abandona el mundo de la democracia para adentrarse en el piélago del totalitarismo. La consecuencia es que producimos jóvenes cuasi-analfabetos funcionales en la lengua mayoritaria y oficial de su país, y sólo para complacer las mitomanías nacionalistas, y que creamos categorías distintas de ciudadanos al convertir la lengua en un instrumento de exclusión de los disidentes ideológicos y de los extranjeros.
Desde luego, es inútil empeñarse en que los nacionalistas no sean lo que son. Hay que mantenerlos a raya y oponerse a sus incansables intentos por sobrepasar en todos los sentidos los límites infranqueables de un sistema político sin otra justificación que garantizar la igualdad y libertad personal de los ciudadanos. A quienes hay que pedir cuentas es a los que dicen no ser nacionalistas y, sin embargo, apoyan su guerra contra el libre empleo de la lengua común, precisamente para cargarse la comunidad política llamada España. Es obvio que si los nacionalistas consiguen que las nuevas generaciones consideren el español una lengua extranjera, o todavía menos que eso si se le dedica menos tiempo que al inglés -como quiere el president Montilla-, quizás también consideren a España un Estado invasor y, en todo caso, extranjero.
El PP se ha sumado en masa al Manifiesto; habrá que pedirle, pues, que rectifique los abusos lingüísticos de los que ha sido el principal responsable político cuando gobernaba en Galicia y Baleares, y los que se siguen cometiendo en Valencia. Pero, ¿qué hacemos con un PSOE que acaba de aprobar una resolución diametralmente opuesta al Manifiesto? Y, por cierto, mediante un texto repleto no sólo de vacuidades y falacias, sino pésimamente escrito (signo de que, quizás, sí haya que «defender» al castellano en algunos ambientes…). Al menos habrá que decir bien alto y claro a los socialistas que su política se basa en una ficción jurídico-política impresentable, a saber, los «derechos» de las lenguas y de los territorios. Y falsos derechos impuestos, además, a costa de los únicos reales: los de las personas, contadas una a una. La perspectiva socialista sobre el problema del uso de las lenguas en la España bilingüe está mucho más cerca de las típicas del nacionalismo fascista que de otra cosa. Defender que la inmersión lingüística practicada en Cataluña, por ejemplo, resuelve problemas de convivencia porque impide que haya dos comunidades lingüísticas distintas es semejante a sostener que lo mejor es que haya un partido político único, porque así la sociedad estará menos dividida y las elecciones serían más armoniosas. Como en Cuba o en la España de Franco.
Esta caída socialista en el peor de los derechismos, el de anteponer abstracciones como lengua y territorios eternos a personas y sociedad libre, no es sólo una muestra elocuente de la senilidad ideológica del PSOE y de la izquierda tradicional española, sino una señal de alarma de los graves riesgos degenerativos que afronta la democracia española. Porque cada vez que alguien, en nombre del «futuro del catalán» o de cualquier otra lengua cooficial, pretende recortar mediante leyes y reglamentos ad hoc el derecho elemental a elegir cuál de las dos lenguas oficiales quiere uno usar, lo que se está haciendo ya no es política democrática, sino una ingeniería social que, para diseñar una sociedad distinta según determinado proyecto ideológico, exige violentar progresivamente la libertad de las personas, restringida mediante innumerables reglamentos y sistemas de vigilancia y castigo que imponen opciones no queridas, desde prohibir a los escolares usar la lengua común a multar a los comercios que no atiendan en eusquera o catalán. ¿Es este el país dictatorial y antiigualitario que queremos?
Carlos Martinez Gorriarán, ABC, 11/7/2008