Carlos Martínez Gorriarán-Vozpópuli
  • Si un magistrado, un periodista o un camarero defiende los principios de la democracia liberal, será progresista en el genuino sentido del término; si los ataca no será conservador, sino reaccionario

Conseguir imponer el lenguaje interesado en modificar el significado de las ideas fundamentales es una de las batallas políticas más importantes y antiguas de la historia. La credibilidad propia y la incredibilidad ajena dependen de su éxito. Si se controlan los medios y canales de comunicación ganar esa batalla es relativamente sencillo, y mucho más si quienes presumen de independientes entran en el juego y adoptan el lenguaje del poder, que siempre juega con ventaja.

Controlar las palabras es controlar el poder

Controlar el lenguaje es importante porque las palabras llevan consigo -como connotaciones o metonimias- significados que interesa imponer. Usar ciertas palabras en ciertos contextos, en lugar de otras, construye el marco de referencia que el poder de turno elige como más favorable para sus intereses, sean estos vender lotería de Navidad o exterminar grupos sociales enteros. No hace falta remontarse al manido ejemplo de Goebbels: podemos remontarnos a los faraones y los emperadores chinos o romanos para encontrar ejemplos muy venerables de esta forma de imponer a los demás el marco cognitivo: todo lo que tiene nombre existe, y viceversa, lo que no tiene nombre no existe (por eso los nacionalistas se niegan a decir España e imponen fórmulas ridículas (como “deporte del Estado español”) y su propia nomenclatura: para hacernos desaparecer).

Funciona siempre. Hasta el punto de que buena parte de la batalla por la libertad consiste, precisamente, en cambiar el lenguaje del poder despótico e introducir el propio, por ejemplo sustituyendo vasallo por ciudadano, sumisión por libertad o tradición por historia. Y viceversa, una tiranía totalitaria puede instaurarse a velocidad de vértigo imponiendo sus palabras, como explicaron maravillosamente Victor Kemplerer para el nazismo o Georges Orwell para el comunismo. Una diferencia capital entre tiranía y democracia es que la primera no admite, e incluso prohíbe, lenguajes contradictorios al oficial, mientras la segunda necesita lenguajes plurales que estimulen la libre discusión.

Una tiranía totalitaria puede instaurarse a velocidad de vértigo imponiendo sus palabras, como explicaron maravillosamente Victor Kemplerer para el nazismo o Georges Orwell para el comunismo.

Estos días estamos viviendo una clara demostración de cómo funciona la manipulación política del lenguaje con el asalto de Sánchez y sus socios al Tribunal Constitucional y el Poder Judicial. Y me refiero al extendido vicio de llamar “progresistas” a los jueces y magistrados al servicio de los intereses de Sánchez, y “conservadores” a los díscolos. Es cierto que esta división maniquea -que debería avergonzar incluso a un escolar, pero no a tantos periodistas estrella-, viene de muy atrás, de los nefastos manejos de los partidos para repartirse el Poder Judicial (con la connivencia, hay que decirlo, de las principales asociaciones judiciales).

Cada vez que un medio de comunicación llama “conservadores” a los magistrados que defienden la Constitución y “progresistas” a los que la derogan (de Conde Pumpido a Martín Pallín, pasando por una aburrida legión de catedráticos), están, quieran o no:

  1. Dando por bueno el reparto oficial de papeles, donde solo la izquierda, la suya, es progresista, y el resto “conservador”, cuando no golpista o fascista.
  2. Invertir el significado de “progresista” y “conservador”, atribuyendo a la primera la oposición a los principios de la democracia (gobierno de poder limitado por leyes y contrapesos, separación de poderes, Constitución como ley de leyes, derechos sagrados de las minorías), y a la segunda poco menos que un fascismo vergonzoso.

Pervirtiendo significados

Es decir, invirtiendo el significado genuino de los términos invierten el marco cognitivo de la sociedad, que es el sistema de significados (y valores asociados) de las palabras, como si “frío” pasara a ser “caliente”, y viceversa. Desde la Ilustración, que inventó el concepto con la obra de Turgot, Kant y algunos otros ilustres olvidados hoy, progreso ha significado algo muy concreto: aumentar el conocimiento, la calidad de vida material y, sobre todo, mejorar la libertad e igualdad política y social.

Estos días estamos viviendo una clara demostración de cómo funciona la manipulación política del lenguaje con el asalto de Sánchez y sus socios al Tribunal Constitucional y el Poder Judicial

Pues bien, gracias a la batalla del lenguaje que van ganando los enemigos de Ilustración y liberalismo por desistimiento o ignorancia, es decir las corrientes comunistas, colectivistas, tradicionalistas, nacionalistas e iliberales en general, la palabra progreso ha dado un giro de 180º: ahora se usa para calificar positivamente a los partidarios de dictaduras y dictablandas, de la cubana a la chavista pasando por la china y por la dictablanda que persigue Sánchez según las directrices del Grupo de Puebla, ese club de la infamia y de la exaltación de la miseria como progreso social.

Cada vez que un telediario, una tertulia o una portada de periódico utiliza la división “progresistas” versus “conservadores” invirtiendo el significado histórico de ambos conceptos -es decir, docenas de veces al día-, contribuyen a la demolición de los principios de la democracia liberal. Si un magistrado, un periodista o un camarero defiende los principios de la democracia liberal, será progresista en el genuino sentido del término; si los ataca no será conservador, sino reaccionarioLa batalla de fondo actual es entre progreso ilustrado y reacción despótica. Quienes trabajan contra la división de poderes y la independencia de la justicia, y a favor del poder ilimitado del Gobierno, son reaccionarios que pretenden restaurar el sistema autoritario anterior a las revoluciones liberales desempeñadas entre 1776 y 1848 (incluso a la Gloriosa Revolución inglesa de 1668).

Si un magistrado, un periodista o un camarero defiende los principios de la democracia liberal, será progresista en el genuino sentido del término; si los ataca no será conservador, sino reaccionario

Cada vez que un telediario, una tertulia o una portada de periódico utiliza la división “progresistas” versus “conservadores” invirtiendo el significado histórico de ambos conceptos -es decir, docenas de veces al día-, contribuyen a la demolición de los principios de la democracia liberal. Si un magistrado, un periodista o un camarero defiende los principios de la democracia liberal, será progresista en el genuino sentido del término; si los ataca no será conservador, sino reaccionarioLa batalla de fondo actual es entre progreso ilustrado y reacción despótica. Quienes trabajan contra la división de poderes y la independencia de la justicia, y a favor del poder ilimitado del Gobierno, son reaccionarios que pretenden restaurar el sistema autoritario anterior a las revoluciones liberales desempeñadas entre 1776 y 1848 (incluso a la Gloriosa Revolución inglesa de 1668). En resumen: los magistrados que defendieron al Gobierno en el Tribunal Constitucional en la votación del lunes pasado son reaccionarios, no progresistas, y mientras que los progresistas defendieron la Constitución.

No es triunfo menor de la izquierda reaccionaria que la propia derecha que presume de liberal haya renegado del concepto ilustrado de progresismo y use “progre” como término peyorativo. Uno ya sabe a estas alturas que poco cabe hacer al respecto, salvo ejercer esta crítica para minorías, pues en los grandes medios de comunicación e instituciones públicas y privadas la batalla del lenguaje realmente correcto, unida a la de las ideas correctas, es una batalla casi siempre perdida. Porque es infinitamente más cómodo y gratificante explicar una crisis brutal de la democracia como una final de la Liga BBVA entre Real Madrid y el Barça, asumiendo el papel de árbitro que impide pegarse a los jugadores y al público exaltado (como nosotros). En cambio, empeñarse en combatir la estrategia de confusión e inversión del lenguaje y las ideas está severamente penalizado. También lo digo por experiencia, pueden creerme (o no, también esto está perdido).