ALBERTO AYALA-EL CORREO

Tengo que confesarles que todavía sigo impactado por las imágenes de las hordas ‘trumpistas’ asaltando el miércoles el Capitolio de los Estados Unidos tras ser espoleadas por el presidente saliente. Jamás imaginé que ocurriría algo así en el país con la Constitución escrita más antigua de la Tierra, aunque en su trastero esconda indecorosas guerras y la financiación de golpes de Estado por todo el planeta.

Es el lógico corolario a un cuatrienio en el que Trump ha hecho de la mentira y la manipulación las señas de identidad de su mandato. El colofón a su negativa final a aceptar la victoria electoral de su rival demócrata, Joe Biden, alegando unas supuestas irregularidades que no ha podido probar. Sólo tras el asalto llegaba la promesa de no seguir torpedeando el relevo y una condena de los hechos del miércoles carente de toda credibilidad.

El repudio político a estos execrables hechos en España no ha sido, desgraciadamente, ni tan unánime ni tan cerrado como hubiera sido deseable. Entraba en lo probable que Vox, que siempre ha tenido a Trump como referente, intentara rebajar la gravedad de lo sucedido. Era menos esperable que las condenas, claras y taxativas, del PP y de Ciudadanos, llegaran acompañadas de coletillas contra Podemos, comparando los hechos de Washington con, por ejemplo, el intento de rodear el Congreso de hace unos años.

Dos declarados amigos de Trump, como el ‘premier’ británico Boris Johnson y nada menos que la líder de la ultraderecha francesa, Marine Le Pen, se han desmarcado sin ambages del asalto de los ‘trumpistas’ al Capitolio. Aquí, sin embargo, derecha y ultraderecha han preferido insistir en el peligroso juego de la polarización que con tanto mimo ha cultivado Trump. El de insistir en dividir a la sociedad en busca de algunos votos.

Hace seis años, al calor de la corrupción y la crisis, el mapa político español saltó por los aires. PSOE y PP, los partidos que se han repartido el poder desde el restablecimiento de la democracia, vieron peligrar su posición. Primero por la aparición de Podemos, por la izquierda del PSOE. De inmediato por la irrupción de Ciudadanos desde Cataluña, para ocupar el centro, jugar un papel de árbitro en la política española y evitar que los de Iglesias tocaran poder.

Hoy, ambas formaciones pasan por momentos muy difíciles. Podemos sí ha logrado entrar en el Gobierno, pero ve cómo decenas de miles de ciudadanos le abandonan elección tras elección por sus maximalismos, sus incongruencias y sus purgas internas, pese a sus políticas en favor de los más desfavorecidos. La situación de Ciudadanos es todavía más delicada. La negativa de Albert Rivera a ejercer de árbitro, pactar con Sánchez y evitar las elecciones de hace un año dejó a los liberales en la antesala de la puerta de salida de la política española.

Para ambos, las elecciones catalanas de febrero van a ser muy importantes. Los podemitas, integrados en la plancha de los ‘comunes’, es posible que aun retrocediendo en las urnas consigan cogobernar con ERC y ya veremos si también con el PSC de Illa, o al menos con su apoyo. Los liberales, ganadores hace cuatro años, caminan hacia un batacazo prácticamente seguro.

No es el caso de la ultraderecha. Las encuestas vaticinan que Vox se estrenará en el Parlament. Pensar que lo sucedido esta semana en Washington vaya a dañar sus expectativas electorales parece altamente improbable. Por desgracia demasiados ciudadanos siguen sin percatarse de los riesgos de la polarización extrema que buscan los de Abascal, y con la que insiste en coquetear Casado.

Claro que tampoco debe sorprendernos. España no fue capaz de derribar la dictadura del general Franco. Le vio morir en la cama y sólo después fue posible nuestra democracia. Con el apoyo norteamericano, por cierto.

Parece que no tenemos remedio. Ojalá que más pronto que tarde algunos, demasiados, dejen de jugar con fuego.