Rosario Morejón Sabio-El Correo

  • El pacto de Sánchez con Esquerra introduce preferencias territoriales y abre el vértigo identitario entre españoles

La de 1978. Sin preguntar a cada uno de los ciudadanos, no toque, señor Sánchez, la Carta Magna que pacientemente levantó la Transición de la dictadura franquista a la actual democracia liberal. Quizá, a lo que queda de ella. ¡Consenso, consenso y más consenso!, repetían Abril Martorell y Guerra. En 2024, una contrademocracia atrapa sigilosamente los fundamentos del Estado de Derecho. Nada es intocable, nada es impertérrito pero, señor primer ministro, no refunde la Ley suprema sin preguntar a los españoles soberanos. Desde Lanzarote o Ceuta hasta Irun, a todos.

La democracia, lejos de resumirse en las elecciones, supone un control de las decisiones del Ejecutivo y del Parlamento contra las faltas a las libertades públicas, a los grandes principios como la igualdad ante la ley y contra las desviaciones de los mecanismos constitucionales concebidos para garantizar estos últimos. Las intromisiones del sanchismo en la judicatura, unidas a las concesiones al independentismo catalán, inquietan a la opinión pública: parecen cambiar la Constitución de 1978 sin convocar sufragio universal alguno.

Grandes leyes de moralización de la vida pública son habituales en las democracias rigurosas. Otorgan confianza en la política, refuerzan la transparencia financiera, luchan contra los conflictos de intereses entre los electos y los funcionarios, restringen el empleo de miembros de la familia, prohíben ciertas actividades de consejo… Mas, cuando las personas carecen de imperativo categórico, advierten poco el mal. O esto aparentan. En una democracia avanzada, puede modificarse el orden constitucional establecido, pero hay que respetar siempre el Estado de Derecho: separación de poderes, independencia de la justicia, la legalidad de los delitos y las penas, las grandes libertades.

Las faltas de rectitud del sanchismo en el poder son de dos órdenes: familiares y políticas. En ambos la falta de transparencia, la perversión del lenguaje y los quebrantos de las leyes sin especiales signos de culpa persisten hasta denigrar la vida pública. Con el listón moral muy bajo, la manipulación, la mentira, la falta de respeto a los derechos de los ciudadanos, la impetuosa necesidad del engrandecimiento propio difuminan el perfil del gestor honesto. La confianza en lo público requiere una transparencia del proyecto de país, del montante y contenido concreto de los gastos.

La improvisación cortoplacista, el ocultismo político, el ‘gasto secreto’, en 2024, no tienen razón de ser: evolucionamos en una sociedad del conocimiento que implica el apaciguamiento del debate público por la comunicación abierta de estos datos. Información sesgada en medios seleccionados, silencios tramposos, deformaciones de los acontecimientos y del proceder de funcionarios, policías, jueces involucionan peligrosamente las naciones.

Especialmente cuando de resultas del ocultismo emergen lucrativas preferencias para algunas comunidades del territorio. La preferencia nacional es contraria a la Constitución. El camuflado pacto de Sánchez con Esquerra Republicana para llevar a Salvador Illa a la Generalitat abre el vértigo identitario en otro punto de Europa. Este, entre españoles. Las dinámicas de exclusión y de rechazo del semejante que provocan las ideologías sectarias y los partidos que de ellas se nutren son poco socialistas, nada universalistas. Por el contrario, siempre han sido la antesala de los totalitarismos.

Hoy constatamos que los principales elementos que, en la historia, caracterizan los prolegómenos de una inflexión autoritaria están funcionando en España: pérdida de referentes, brutalización de la actividad política, control e impugnación de las instituciones, crispaciones identitarias, ilustradas por ‘hábiles concesiones’ discriminatorias. Las formaciones de inspiración populista e iliberales, que han accedido al poder o se acercan a él, refundan así una autocracia, desmantelado sibilinamente el edificio jurídico de una Constitución.

Del 24 al 29 de abril, Pedro Sánchez se concedió una «meditación» a la que puso fin para «regenerar la democracia». Transparencia y deontología de gobierno bastarían, vistos los sucedidos familiares y políticos habidos desde entonces. Sin techo de gasto, sin perspectiva de Presupuestos para 2025, pendientes de las ocurrencias del prófugo Puigdemont, el desarrollo de una ética gubernamental y parlamentaria limitaría los ‘affaires’ que salpican la actualidad nacional. Vivimos en la incertidumbre y el ridículo internacional: ¿por qué no dimite el primer ministro?

«El Derecho, y en particular la Constitución -decía Benjamin Constant-, es la garantía de la libertad de un pueblo. La función mágica de una Constitución es transformar a los seres humanos en ciudadanos por la gracia de los valores comunes que ella enuncia». Desenmascarar este régimen sobrevenido sin consultar a los españoles es tarea urgente; encontrar contrafuertes al empuje y connivencias del sanchismo, imperativo.