La mayor amenaza de fractura en el actual y consolidado régimen político no late bajo el hueco patetismo de una decrépita extrema derecha, sino en la ceguera de quienes deben constituir un firme apoyo de la Constitución, en el discurso solemne de aquéllos que se empeñan en negar legitimidad democrática a un partido político al que apoya la mitad del país.
Leyendo las Memorias de ultratumba he tropezado con la siguiente reflexión del melancólico aristócrata Chateaubriand sobre el destronado rey Carlos X y su sobrino Enrique, pretendiente en 1833 al trono de Francia: «Os digo, señora, con pena» -escribe Chateaubriand a la duquesa de Angulema- «es posible que Enrique V no pase de ser un príncipe extranjero y desterrado; un joven y nuevo despojo de un antiguo edificio derruido y, al fin, y al cabo, una ruina».
Pues bien: la situación de la ultraderecha en España se parece, por fortuna, a la de estos Borbones franceses del siglo XIX. Políticamente, está compuesta por un disperso, sonámbulo y apenas testimonial rebaño momificado. Y es que de nuestra actualidad política se pueden decir muchas cosas, para bien o para mal, según el gusto de quien hable. Pero en ningún caso que las iracundas escuadras que bordaban la vieja camisa nueva ayer vayan a tragarse el país de un bocado.
Sólo manipulando la exacta realidad se pueden ver peleonas muchedumbres en lugar de cuatro gatos con una bandera rota bajo el brazo. Sólo sacándolos de su contexto de exiliados sin reino por medio de una interpretación maliciosa puede atribuirse un esplendor amenazante a lo que sólo tiene esqueleto de penumbra. Unicamente dejándose llevar por un extracto aislado de la imagen o una complaciente melancolía antifranquista puede pensarse en nuevas invasiones bárbaras.
Por eso resulta difícil de entender que no pocos políticos e intelectuales orgánicos se encuentren hoy enredados en un soliloquio repetido hasta la saciedad: «Señores, señoras, ¡la extrema derecha en la calle!, ¡el ave rojigualda sobrevolando los cielos de Madrid!, ¡la Guerra Civil!, ¡el 18 de julio!…». Porque los autores que han investigado seriamente los pasos de la ultraderecha española, desde los estertores del régimen franquista hasta nuestros días, relatan, precisamente, la historia contraria. Cuentan la crónica de un fracaso. De sus páginas surge un rostro completamente distinto al que quieren esculpirnos en la mirada los pintureros y comediantes que, a base de anécdotas aisladas, piden espuela con discursos prefabricados, empleados como una ametralladora: «¡Señores, señoras, que viene la ultraderecha!».
La realidad es menos romántica. Basta leer los libros de Xavier Casals para convencerse. Dice este historiador que resulta muy poco probable que, a corto plazo, se produzca un wagneriano ascenso de los muy marginales nietos del Cid. Varias son las razones que avalan esta tesis: satelización de su escaso voto útil por la órbita del Partido Popular, falta de unidad y atomización de su espectro político en formaciones de distinto perfil, así como carencia de líderes y programas conocidos.
Los hechos, además, insisten como los muertos de Edgar Allan Poe: regresan como un ruido sordo, continuo, semejante al producido por un reloj envuelto entre algodones. Desde 1979, cuando el candidato de Unión Nacional, Blas Piñar, consiguió hacerse con un escaño por Madrid, en ninguna de las elecciones generales, en ninguna de las elecciones europeas ni en ninguna de las elecciones autonómicas, la extrema derecha ha alcanzado una votación que la situara en perspectivas de acariciar representación política alguna. Y eso en un contexto europeo en que los nacional-populismos han vuelto a manifestar su capacidad movilizadora y su poder de crispación. Recuérdese el Frente Nacional de Le Pen, que vive de los miedos del hombre, de lo negativo, y cuál fue su posición alcanzada en las Presidenciales francesas del año 2000. O los enfrentamientos y odios étnicos que han entretejido la negra trama del fin de Yugoslavia.
Como escribe Ferrán Gallego (Una patria imaginaria. La extrema derecha española 1973-2005), lo propio de la España posterior a la Constitución de 1978 ha sido la ausencia de una ultraderecha visible y con incidencia en la política real. Invisibilidad que no debe hacernos pensar -como mitinean ciertos sectores de la izquierda y los nacionalismos- que Aznar y Rajoy son dos delfines franquistas. Asignar al Partido Popular el código genético del franquismo es una pura necedad. Política de folletín que confunde el voto útil de personas de extrema derecha a un partido con la naturaleza misma de esa formación. Lo cual podría llevarnos a desconcertantes reflexiones acerca de los partidos democristianos, liberales o conservadores, artífices de la reconstrucción europea tras la Segunda Guerra Mundial, que no dejaron de recibir el voto de antiguos simpatizantes del nacionalsocialismo alemán o del fascismo italiano.
Las mayúsculas con que se habla a menudo de la ultraderecha en España caen como hojas secas al contemplar cara a cara la realidad. Hasta un niño podría ver lo que algunos se empeñan en no querer ver, si en la infancia se tuviera ya noción de las pueriles -en la forma y en el fondo, aunque a veces pueden tener resultados descorazonadores por la esfera en que se producen- trapatiestas de nuestra vida pública.
No sólo a Don Quijote se le convierten los molinos en gigantes. Por desgracia, ésa es una desdicha muy española. Por supuesto que trocar la mitad del país y los líderes del Partido Popular en batallones neofascistas dispuestos a merendarse pantagruelicamente la democracia fundada en 1978 da risa. Una risa amarga.
Y, por supuesto, que ahí se descubre lo grotesco de una izquierda siempre dada a identificar, en régimen de monopolio, la defensa de la libertad y las buenas intenciones con ella misma. Pero ésa es, precisamente, nuestra tragedia. Que vivimos rodeados de progresistas de alma reaccionaria, incapaces de comprender que lo que más pierde a los seres humanos son sus vanos sueños y que aquello que más les encumbra y fortalece, incluso a los poetas, es el exacto sentido de la realidad.
Desconocer que la extrema derecha no defiende el ámbito constitucional ni el Estado de las Autonomías no se sitúa en una internacional de origen democristiano y definición liberal y centrista. Y supone, además, no conocer la historia de este marginal y desvencijado movimiento. Desconocer que el Partido Popular es un partido que sí defiende y respira todo lo anterior, que lucha legal y cívicamente en las conciencias y las voluntades para vencer en las urnas, y que no pide fusiles, sino votos, y no quiere destruir la democracia española sino gobernar en ella -porque, al igual que el PSOE, entiende que gobernaría mejor-, es mucho más grave: es desconocer la Historia de las últimas décadas.
Pintar a sus líderes con uniforme falangista o bajo bandera aguilucha es ignorar que hace ya tiempo que la derecha ha abandonado las histriónicas elucubraciones sobre el trono y el altar, la cruz y la espada, y que vive con naturalidad su moderna y nítida formulación de 1978. Lo que no puede decirse, por cierto, de los compañeros de viaje del Gobierno de Zapatero -los nacionalistas-, aún prisioneros de la esquizofrenia identitaria y de concepciones tales como derechos colectivos o derechos históricos, derechos del ayer mítico sobre el hoy, imposiciones de los muertos sobre los vivientes; siempre dispuestos a deslegitimar las instituciones del Estado en beneficio de la Tierra prometida y proclamar un glorioso futuro con boca saciada y, sin embargo, insaciable.
Como en el Antiguo Régimen, cuando Chateaubriand escribía sobre la imposibilidad de que la aristocracia y la clericatura pudieran ser restauradas en Francia, el franquismo es hoy un mundo desaparecido. Dejémoselo de una vez y para siempre al novelista y al historiador. Fijémonos en los hechos y no repitamos el eco de los loros que no tienen mejor cosa que hacer que jugar a revolucionarios, y a estas horas se entretienen con dieciochos de julios y feroces falangistas salidos de su propio mal sueño. No busquemos buzones en el cementerio. Hoy el general ya no tiene quien le escriba.
Porque, además, de producirse una irrupción de la extrema derecha, no sería, en absoluto, como nos dicen aquéllos que comparan a Rajoy con Macbeth. No sería desde arriba, a través de unas elecciones generales, europeas o autonómicas. Sino justo lo contrario: desde abajo, desde el bullir populista, en comicios municipales. Y sería, muy probablemente, una extrema derecha no adscrita a genealogías históricas ni identificada con época pasada alguna, sino centrada en cuestiones de inmigración e inseguridad, como refleja la llamada Plataforma de Cataluña, que en el 2004 obtuvo cuatro concejales en pequeñas ciudades (Xavier Casals, Ultracatalunya)
En todo caso, la mayor amenaza de fractura en el actual y bien consolidado régimen político no late bajo el hueco patetismo de una decrépita extrema derecha, sino en la ceguera de quienes deben constituir un fiel y firme apoyo de la Constitución, en el discurso solemne de aquéllos que se hacen dueños de las palabras y se empeñan en negar legitimidad democrática a un partido político que cuenta con el apoyo de la mitad del país.
Fernando García de Cortázar es catedrático de Historia Contemporánea y ha publicado recientemente ‘Los perdedores de la Historia de España’ (Ed. Planeta)
Fernando García de Cortázar, EL MUNDO, 4/4/2007