Si en la Constitución figurasen perfectamente definidas las Comunidades Autónomas, su existencia adquiriría una rigidez y un rango institucional que no les fueron atribuidos en la transición. Hacerlo ahora equivaldría a reconocerles de pronto un nivel de sustantividad peligrosamente próximo al de la Nación española.
Maragall está empeñado en que la reforma de la Constitución anunciada por el Gobierno socialista incorpore la distinción explícita entre nacionalidades y regiones, especificando cuáles son unas y cuáles son otras. Esta separación no fue considerada oportuna por el constituyente de 1978, que ni incluyó en la Ley de Leyes las denominaciones y la composición concreta de las distintas Comunidades Autónomas ni mucho menos aclaró las que eran nacionalidades y las que eran regiones. De hecho, los dos términos no vuelven a aparecer en todo el texto constitucional una vez introducidos en el artículo segundo. Con gran inteligencia, nuestra Carta Magna deja a la iniciativa de las provincias y municipios la facultad de agruparse en entidades sub-estatales dotadas de autogobierno. Y dado que las leyes orgánicas –los Estatutos de Autonomía lo son– se pueden revisar mediante otras normas de análogo rango, si en el futuro se decidiese modificar el mapa autonómico podría hacerse sin mayores obstáculos jurídicos. Ahora bien, si en la Constitución figurasen perfectamente definidas las Comunidades Autónomas, su existencia adquiriría una rigidez y un rango institucional que no les fueron atribuidos en la transición. Hacerlo ahora equivaldría a reconocerles de pronto un nivel de sustantividad peligrosamente próximo al de la Nación española en su conjunto, que sí aparece rotundamente aludida en la Carta Magna. Nos encontraríamos de esta manera dando carta de naturaleza a esta idea aberrante de la nación de naciones, ultraje a la lógica política y a la lógica sin más. Por tanto, esta reforma tan alegre como poco meditadamente propuesta por José Luis Rodríguez Zapatero no tiene nada de inocua y resulta de alto riesgo a la vista de la agresividad de los proyectos secesionistas de sus socios parlamentarios. La Ley Fundamental de Bonn no toma tantas precauciones porque en Alemania no hay Ibarretxes ni Carod-Roviras que anden sueltos dedicados en cuerpo y alma a destruir la unidad nacional.
Volviendo a lo de las nacionalidades, caben dos posibilidades: que tal apelativo no tenga consecuencias competenciales ni jurídicas, con lo que quedaría en puro simbolismo alimentador de narcisismos vanos, o que sí las tenga, en cuyo caso se produciría una grave vulneración del principio de igualdad en el derecho a la autonomía de todos los españoles, lo que es inaceptable. Por tanto, más vale dejar las cosas como están, dado que los redactores de la Constitución del 78 hilaron muy fino y con un loable sentido del equilibrio. Con las cosas de comer no se juega y los experimentos, con gaseosa. La supeditación de lo que debe ser permanente a las coyunturas administradas a base de talante bonachón nos llevaría al terreno de la irresponsabilidad, que es lo último que se espera de los gobernantes serios. Las polémicas nominalistas las carga el diablo, que, además de malo, es muy listo.
Aleix Vidal-Quadras, LA RAZÓN, 15/12/2004