DAVID GISTAU-ABC
El ataque independentista es una oportunidad para reformular ciertas condiciones de convivencia
ALBERT Rivera parece ser el único portavoz político incapaz de comprender que, a partir del 155, fue decretado un regreso a la mediocre normalidad y al juego tradicional de pesos y contrapesos, de coacciones y concesiones. El 78 en su esplendor cabildero, la posición dominante del nacionalismo, el perpetuo abrazo de Vergara que se dan tecnócratas con una mentalidad tan saturada de cálculos de trienios que no queda espacio en ellas para la audacia o el sentido de la responsabilidad con el porvenir, con todo cuanto puede ocurrir más allá de la fecha de caducidad personal. El ecosistema natural de Mariano Rajoy, el hombre normal, previsible, el señor de Pontevedra que siempre preferirá una componenda a «vivir en el lío». Igual que Foxá decía que jamás perdonaría a los comunistas que lo hubieran obligado a ser falangista, se diría que lo único que Rajoy nunca perdonará a los independentistas es que lo hayan obligado a ser un político que no deseaba ser: el que toma decisiones tan difíciles como un 155 –por más que sea el más suave de los posibles–, ajenas a las convenciones de los mercachifles de Estado. Por eso, a raíz del Cupo, Rajoy ha regresado gozoso al posibilismo habitual donde esperaba un personaje reconocible, el PNV, inmune a las fiebres del destino manifiesto que raptaron a aquel otro interlocutor habitual de cuando el pujolismo.
La duda por resolver ahora es la siguiente. Rajoy tiene razón si España anhela ser la misma que antes de la crisis independentista. Si hay tal alivio por evitar las grandes emociones que el electorado de Rajoy comparte con él su voluntad de olvidar cuanto antes las gamberradas indepes y de regresar a un diálogo nacional en el que se acepta el predominio nacionalista, su capacidad de extorsión y de influencia en el gobierno nacional. La verdadera casta, la del Majestic y el Cupo, aquella de la cual sólo nos ponían a salvo los breves periodos de mayoría absoluta socialista o popular. Esta restauración de la normalidad conllevaría por tanto un regreso al perfil bajo y a la naturaleza discreta, aguada, neofranquista, vigilada como desde una torreta por la socialdemocracia, de la condición española.
Si Rivera tiene razón, el electorado de Rajoy está hasta las pelotas de coacciones nacionalistas y no desea aceptar sin más un retorno a las rutinas del 78. Al revés, considera que el ataque independentista es una oportunidad para reformular ciertas condiciones de convivencia, para cancelar unos cuantos complejos de culpa posfranquistas, para adjudicar al nacionalismo la verdadera naturaleza supremacista y regresiva que siempre mantuvo oculta por los salvoconductos progresistas, en definitiva, para no volver a comprar de forma grosera a tigres del Maestrazgo la estabilidad nacional. Si la España que conserva las banderas en los balcones busca un político que opere estos cambios, que consagre el advenimiento nacional de los últimos meses, ahí tiene para pensárselo a Rajoy y el Cupo.