Ignacio Camacho-ABC
- El Gobierno no puede seguir exigiendo carta blanca para administrar un período de excepción cuyo alcance no aclara
Hay palabras que pierden sentido con los adjetivos: sólo tienen significado pleno cuando carecen de matices. Como decía ayer el maestro Luis del Val, el vocablo «libertad» acompañado del calificativo «provisional», o «condicional», o «vigilada», se convierte de inmediato en un sintagma distinto en el que el epíteto recorta la esencia del sustantivo. Con el término de «nueva normalidad» sucede lo mismo: si es nueva ya no puede ser normal porque la novedad implica per se un cambio de signo, un salto cualitativo que transforma el paradigma conocido o habitual en otro inédito o atípico. Si el Gobierno pretende advertir que el retorno a la vida cotidiana sufrirá inevitables alteraciones mientras persista el riesgo de contagio del virus debería haber
buscado otra forma de decirlo. En primer lugar porque ya lo sabíamos y en segundo porque esa expresión contiene, bajo su aire prometedor -quién no desea un alivio siquiera parcial de este encierro opresivo-, resonancias distópicas que sugieren una inquietante vocación de adanismo. Y queda demasiado margen de interpretación en un plan impreciso cuyo criterio de aplicación resulta también peligrosa y deliberadamente ambiguo.
Por eso quizá haya llegado el momento de que la oposición condicione el estado de alarma a una negociación sobre su duración y sus pautas. No puede ser que el Gabinete siga exigiendo carta blanca para administrar un período de excepción cuyo alcance no aclara. La suspensión de derechos es una cuestión demasiado delicada para mantenerla por tiempo indefinido sin incurrir en anomalía democrática. La normalización tiene que empezar por el regreso a la regularidad parlamentaria, en la que el Ejecutivo se somete a una supervisión reglada. El mando único está sirviendo de coartada para una gestión autocrática de la crisis en la que hasta ahora sólo ha mostrado una palmaria ineficacia. Al cabo de seis semanas de emergencia sanitaria, Sánchez no ha demostrado merecer la confianza que pide a cambio de nada. Tiene que ganársela, y eso en política se consigue con compromisos institucionales de base amplia formulados a base de medidas específicas, puntuales y tasadas.
El presidente está ignorando a las autonomías -incluidas las que gobierna su partido-, agraviando al centro-derecha y despreciando a sus propios aliados. En su bulimia de liderazgo solitario olvida que le falta suficiente respaldo y da por hecho que el PP está obligado a proporcionárselo. Pero el tiempo de los cheques en barbecho se ha terminado, y lo ha dilapidado en una sucesión de fracasos que no puede camuflar bajo sus contradictorias y humillantes propuestas de pacto. Ya no cuelan los discursos épicos para justificar el cesarismo de los decretos; el plan de «desescalada» -otro palabro- lo tiene que aprobar el Congreso. No hay normalidad, ni nueva ni vieja, que valga sin respeto a las reglas de juego.