Miquel Giménez-Vozpópuli

El pasado viernes un mundo en cuarentena celebraba en 75 aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial en Europa. Empezaba una nueva normalidad. O no

Supieron resistir, porque el envite era enorme y su cobardía hubiera condenado al mundo libre a la pesadilla del nacional socialismo. Más allá de paralelismos, la humanidad vive de nuevo un riesgo grave, aunque el enemigo no lleve esvástica y sea a la hora de matar más ecléctico. Pero nuestras estructuras económicas, sociales, culturales e ideológicas están en peligro, igual que lo estuvieron cuando los nazis intentaron darle la vuelta al concepto de libertad y a los derechos inalienables del ser humano.

Querían una nueva normalidad, puesto que normal es aquello que aceptamos como inevitable. Durante la dictadura es normal no criticar al dictador. En nuestra vieja normalidad éramos felices sin saberlo; en la nueva, vamos a ser infelices ignorándolo también. En esa nueva normalidad, comparada con la que emanó del fin de la guerra, habrá no pocas situaciones que, pareciéndose, serán abismalmente diferentes. Cuando los estados de alarma, ‘desescaladas’, fases y demás arbitrariedades ideadas por el gobierno finalicen – el caso de las Vascongadas con libertad para trasladarse por todo su territorio comparado con el cerrojazo a Madrid es de escándalo público – las gentes saldrán a la calle a celebrarlo, igual que hicieron los londinenses, los parisinos o los holandeses hace setenta y cinco años. El fin de la pesadilla, diremos, como dijeron ellos. Lo sustancial será que, mientras ellos se alegraban de la vuelta a su vida de siempre, sin bombardeos, sin Gestapo, sin muertos en el frente, sin racionamiento, sin quislings, nosotros lo haremos por volver a ir a la playa, al bar o a casa de un amigo. Pero ¿en qué condiciones? A la playa marcharemos, sí, pero embutidos en cajas de plástico y pidiendo número para mojarnos los pies; al bar acudiremos, pero separados por mamparas de metacrilato; a las casas de los amigos iremos, pero guardando dos metros de distancia y sin poder darnos siquiera la mano. Nos dirán que el virus acecha en cualquier esquina y que hasta que no se encuentre una vacuna no hay otra que conformarse con ese sucedáneo.

Y nos lo creeremos, porque no existe nadie más crédulo que el que está desesperado. Creeremos que este confinamiento excesivo nos ha hecho mejores, como martillean a diario los gacetilleros del régimen, cuando, en realidad, nos habrá convertido en sumisos, acobardados, asociales, fríos, distantes, prestos a ser acaudillados por el primer cretino y, lo que es peor, infinitamente más pobres.

la nueva normalidad será eso, miseria, paro, negocios que nunca volverán a abrir, emprendedores haciendo cola frente al comedor de Cáritas, gente que aspira a que les dé una paguita el Gobierno

Porque la nueva normalidad será eso, miseria, paro, negocios que nunca volverán a abrir, emprendedores haciendo cola frente al comedor de Cáritas, gente que aspira a que les dé una paguita el Gobierno, autoproclamado como vieja del visillo que nos espiará día y noche a ver si somos dignos o no de recibir unos céntimos. No vamos a volver a lo de antes, pero será para mal y, encima, estaremos encantados. Porque ni habremos aprendido que el bien más preciado es la libertad, como reza un viejo himno anarquista, ni que nuestros políticos van a la suya y en tiempos de terrible necesidad han sido incapaces siquiera de reducir sus generosos emolumentos.

No habremos aprendido que deberíamos disolver autonomías, diputaciones, senado, ministerios, ministros, vicepresidencias, gastos superfluos, que deberíamos unificar municipios, entregar la gestión a expertos competentes y a no a amigachos del partido, elaborar un sistema electoral justo, proporcional y limpio, que hay que gastar mucho más en sanidad, en ciencia, en investigación, en escuelas, en universidades, en defensa. No pediremos sindicatos de verdad y no esas agencias de colocación que tenemos, ni meteremos en cintura a los banqueros corruptos, ni exigiremos organismos de justicia elegidos por los jueces y no por el gobierno. Y aunque no sepamos como pagar las facturas, nos daremos por satisfechos si tenemos para una caña y podemos ver en televisión al primer canalla que revuelva hígados a diario, so pretexto de que es progresista.

No será una nueva normalidad. Será, en todo caso, anormalidad. Novedosa, porque estaremos más jodidos que nunca, pero similar a la vieja, porque los culpables serán los mismos: quienes viven del cuento y nosotros, que se lo permitimos.