Jon Juaristi-ABC
- No solo arden los campos: también los escenarios de una memoria que poco tiene que ver con la oficial
EL escultor Jorge Oteiza dio el título ‘Existe Dios al noroeste’ a uno de sus ensayos teológico-poéticos. En el noroeste español muchos lo pondrían hoy en duda. El Dios de los filósofos griegos se identificaba con el mundo; el del Génesis era distinto de su creación, y el del cristianismo se quiere ubicuo: está en todas partes. Lo que no quiere decir que exista. El poeta y premio Nobel noruego Jon Fosse (véase ‘Misterio y fe’, Debate, 2025), converso al catolicismo, se alinea con los pensadores judíos que sostienen que, siendo la existencia un atributo de los entes que no son por sí mismos, atribuir existencia a Dios sería calumniarle, reducirle a una cosa entre las cosas, tomando su nombre en vano.
Hace unos días, paseando por Santander, me encontré con mi amigo Fernando Gomarín, el ilustre folklorista y etnógrafo cántabro. Acabábamos de oír la noticia de que el Incendio del Noroeste se había cebado en Las Médulas, la Capadocia leonesa (cuyo paisaje no fue, como el turco, obra de la naturaleza, sino de la minería romana) que ambos vistamos, hace cerca de medio siglo, junto a nuestro maestro, Diego Catalán Menéndez-Pidal, en una de las numerosas encuestas de campo que este dirigió en busca de romancero de tradición oral moderna.
Se lamentaba Gomarín de que los escenarios romancísticos de nuestra juventud fueran pasto del fuego, pero lo de Las Médulas solo era el comienzo. Esta semana han ardido en pompa Sanabria, La Fornela, grandes extensiones del Bierzo y Orense (comarca de Valdeorras), y las llamas han devastado ya tierras lucenses: Quiroga y la Serra do Courel: es decir, la gran reserva del romancero tradicional de España, donde, a lo largo de la primera mitad de los años ochenta, los investigadores de la Cátedra-Seminario Menéndez Pidal consiguieron grabar decenas de miles de versiones de romances de todo tipo: histórico-noticiero, épico, caballeresco, religioso, de las que sólo una pequeña parte ha sido transcrita y publicada hasta la fecha. La memoria del Cid, de los héroes carolingios, de Bernardo del Carpio o del rey don Pedro de Castilla estaba todavía muy viva entre el pueblo de los campos del noroeste peninsular.
Gran parte de ese pueblo ha ido desapareciendo en este último siglo por muertes o emigración a las ciudades. El incendio de sus campos –de los campos del romancero– parece hoy el siniestro colofón de las exequias de la vieja España ante la estúpida indiferencia de la novísima. Hace mucho tiempo escribí y publiqué un poema dedicado a Diego Catalán, evocando el noroeste de nuestros verdes años, en el que decía de los entonces ancianos cantores de romances que se extinguía la voz en sus gargantas y «a un bosque calcinado huía su memoria». Juro ante el Dios ibérico de los campos machadianos que solo quería escribir una metáfora. Una inocente metáfora.