NORTE Y SUR

ABC-IGNACIO CAMACHO

Prescripción moral o compromiso con la memoria. El relato del posterrorismo es clave en la cohesión nacional española

MEDIODÍA de ayer, en Vitoria. El etarra López de Abetxuko, autor del asesinato de dos jefes de Policía, imparte una conferencia sobre el sufrimiento de los presos de la banda en un aula de la Universidad del País Vasco. Le acompaña el abogado Txema Matanzas –hay nombres parlantes, como en la Ilíada–, también condenado por pertenencia al entorno de ETA. Víctimas del terrorismo protestando entre lágrimas en la calle, entre ellas una nieta de uno de los oficiales asesinados. Dentro, el orador profiere un alegato por la libertad de los reclusos enfermos y un centenar de alumnos y profesores despiden la charla con un cerrado aplauso.

Misma hora. El director de ABC de Sevilla, Álvaro Ybarra, recibe en el Ayuntamiento el premio Alberto Jiménez Becerril de manos del alcalde socialista, Juan Espadas. Salón Colón, el mismo que hace veintiún años sirvió de capilla ardiente en la multitudinaria ofrenda de miles de ciudadanos sobrecogidos de miedo y de rabia. Asisten autoridades locales y regionales, representantes de partidos e instituciones, amigos y familiares del matrimonio cuyo crimen inscribió a la ciudad en la cartografía contemporánea de la infamia. «Que no cuenten conmigo para blanquear el pasado ni de los que agitaban el árbol ni de los que recogían las nueces», proclama con voz firme y gesto serio el galardonado ante la mirada de las dos Teresas, la madre de Alberto y su hermana, simbólicas vestales de la memoria incólume de la sociedad democrática.

Norte y Sur. Entre esos dos puntos cardinales, unidos como hace dos décadas por el hilo invisible de un siniestro designio, se libra con suerte diversa la batalla contra el olvido. En el País Vasco vencen los testaferros del crimen, los administradores de la posviolencia que se abren paso entre la cobardía y el silencio acomodaticio del nuevo orden político. En Andalucía triunfa el compromiso con la dignidad y la justicia, con un relato que dé sentido al sacrificio y rechace el letal relativismo de una falsa paz sin vencedores ni vencidos. Con la resistencia a diluir el dolor en la claudicación vergonzante del pragmatismo.

Gran parte de la cohesión moral de la sociedad española, y del propio Estado, depende de que ese pulso lo ganen los buenos o los malos, los deudos de quienes murieron en nuestro nombre o los herederos de sus victimarios. De que prevalezca la verdad sobre el holocausto o de que prescriba en medio de un pancismo resignado. De que el recuerdo de la agresión terrorista se mantenga vivo en nuestra conciencia colectiva o de que se diluya en la complaciente equidistancia de una reescritura ficticia. De que la democracia se crea su victoria o de que prefiera cambiarla por una suerte de armisticio, de componenda consentida.

Se trata de un dilema primordial, medular, y urge resolverlo. Porque no existe ninguna nación que sobreviva a la pérdida de sus principios éticos.