Noruega en la OTAN

LIBERTAD DIGITAL 19/06/13
GEES, GRUPO DE ESTUDIOS ESTRATÉGICOS

A lo largo de la historia, las alianzas han tenido por objetivo la unidad de fuerzas frente a un enemigo común y una amenaza concreta. La OTAN no es una excepción: nació como obligado instrumento contra el todopoderoso Ejército Rojo, estacionado –según la célebre fórmula de De Gaulle– a dos etapas del Tour de Francia. Ante la presencia junto a las fronteras occidentales de la pobreza, los muros y los gulags comunistas, el más mínimo sentido común exigía un instrumento de seguridad compartido, incluso entre países con prácticas políticas muy diversas.
Cayó el Muro y desapareció la amenaza soviética, y con ella los tanques y aviones del Ejército Rojo en los países que conformaban el Pacto de Varsovia. El resultado fue, desde los noventa, la búsqueda de un sentido para la OTAN, de una razón de ser que justificase su pervivencia. Para ello había que volver sobre los principios y valores occidentales que daban sentido al instrumento militar: sociedad libre, derechos de la persona, libre mercado. Había, en fin, que recalibrar la OTAN como instrumento militar del mundo libre y de Occidente. Identificar a sus enemigos y las amenazas. Y desarrollar instrumentos para hacerlos frente.
El problema es que, sin la amenaza roja inminente, la diversidad de valores y principios está saliendo a la superficie a la hora de enfrentarse a un enemigo como los grupos y redes terroristas, que la OTAN sitúa ahora en su doctrina como una de sus principales amenazas. La unanimidad pasada se viene abajo con la ruptura y colapso de los valores occidentales en algunos países.
Esto es especialmente cierto en aquellos países nórdicos de tradición socialdemócrata, y en la Turquía del islamista de Erdogan. Es decir, en los países de la vía pacífica al comunismo y la vía pacífica al islamismo. Si desde estos países las tropas soviéticas se veían como claras amenazas, las amenazas posteriores definidas por la OTAN no parecen tan importantes, porque no lo parecen los valores con los que hay que hacerles frente.
El caso noruego es especialmente ilustrativo. Receptor tradicional del paraguas de seguridad occidental, ha vivido décadas de protección atlántica mientras desarrollaba una cultura progresista cada vez más hostil a los valores liberales. Era cuestión de tiempo que el pacifismo, el buenismo y la comprensión irradiados por este país hacia grupos terroristas acabase chocando con el concepto estratégico de la OTAN y afectando a la seguridad de alguno de sus aliados. En este caso, ese aliado es España.
Es lo que ocurre con ETA. Que un país acoja y fomente actividades que atentan contra otro es grave; que lo haga contra un aliado es escandaloso; y que lo haga atentando explícitamente contra la doctrina de la Alianza de la que ambos participan resulta inconcebible. Pero es lo que ocurre, en 2013, en la OTAN.
El Gobierno español, debilitado y débil en el exterior, no parece muy interesado en exigir a Noruega un comportamiento acorde con su condición de aliado. Son los intereses afectados, aunque a estas alturas no hay mucho que nos sorprenda.
Pero más allá de la impotencia de nuestro país, la actitud noruega señala el grave problema que afecta a la OTAN, capaz de albergar socios que colaboran e incluso financian a los enemigos de otros países miembros. La paradoja estriba en que Israel, Colombia o Australia son aliados fieles de los miembros de la OTAN –España incluida– en la lucha contra el terrorismo, mientras que algunos de sus miembros dan oxígeno a actividades terroristas. ¿Qué sentido tiene reconocer como aliados a unos y no hacerlo con otros?