Desde hace ya unos cuantos siglos vivimos, nos movemos y existimos en el capitalismo. Resulta razonable, pues, que este haya experimentado cambios notables a lo largo de tanto tiempo. Y que siga en ello. Al fin y al cabo, ya Marx o Schumpeter destacaron que esta era quizá la virtud principal del sistema capitalista: su infinita capacidad de reinventarse.
Veinte años atrás, un libro de Luc Boltanski y Ève Chiapello nos llamó la atención sobre una de esas transformaciones. Ya no vivíamos en sociedades fordistas, donde el trabajo era monótono (todos los días a la fábrica, la oficina, la tienda de electrodomésticos), pero seguro (¿se acuerdan de cuando nuestros padres o abuelos se jubilaron en la misma empresa donde los habían contratado de jóvenes?). Aprovechando el Mayo del 68, aducían estos dos investigadores franceses, se había sometido a crítica acerba aquel modo de vida: ¿acaso no creaba trabajadores aburguesados, poco imaginativos, incapaces de adaptarse a las transformaciones constantes de la economía? El nuevo asalariado debía ser flexible, y su puesto de trabajo también.
Y así, desde mediados de los 70, nos rodearía un nuevo tipo de capitalismo. Uno que incita al trabajador para que no dependa de nada ni de nadie; para que innove; para que busque continuamente nuevas oportunidades que lo “realicen” como persona. La precariedad laboral, la incertidumbre sobre el futuro, la fragilidad de las relaciones personales no serían sino la otra cara, la más sombría, de ese capitalismo post-Mayo del 68.
Pero la historia se acelera y ese nuevo espíritu capitalista que Boltanski y Chiapello diagnosticaban hace dos décadas quizá esté quedando obsoleto también. Da la impresión de que hoy nos adentramos en un nuevo estilo de capitalismo, que me gustaría llamar “capitalismo moralista”. En él, las empresas ya no solo promueven la agilidad y el cambio, sino también toda una agenda ideológica, toda una moral (quizá una moralina) muy concreta. Y me temo que eso es algo que ni Marx, ni Schumpeter, ni Boltanski con Chiapello habían previsto. Pero que resulta cada día más evidente.
Fijémonos en tres sucesos recientes para constatarlo. El primero acaeció hace apenas unos días. La empresa Gillette, famosa en todo el mundo por sus maquinillas de afeitar, presentó sus cuentas cuatrimestrales, y no eran buenas. Había perdido 8.000 millones de dólares, lo que arrastra a su matriz, Procter & Gamble, a un desequilibrio de 5.000 millones. Pero lo que nos interesa ahora son ciertas declaraciones que hizo entonces su director ejecutivo, Gary Coombe.
Muchos se preguntan si la bajada de ingresos de Gillette podría estar relacionada con el anuncio publicitario que en enero pasado difundió esta empresa, inspirado en el movimiento #MeToo: un spot que predicaba contra la presunta “masculinidad tóxica” que caracterizaría a los hombres, y les reconvenía para que se portaran como un buen hombre feminista se supone que se debe comportar. Fue un anuncio que causó cierta polémica: ¿debe una empresa de afeitado aleccionarnos sobre qué tipo de personas quiere que seamos, o habrá de limitarse a mostrarnos por qué es bueno su producto? ¿Es sensato que, si tu público objetivo son los hombres y sus barbas, les transmitas el mensaje de que lo masculino está repleto de recovecos oscuros, necesitado como cualquier pecado de sermones, penitencias y confesión?
La revista Marketing Week preguntó explícitamente al citado director de Gillette si creía que tal anuncio había influido en las pérdidas milmillonarias de su empresa. Al fin y al cabo, muchos llamaron a boicotearla por transmitir una imagen tan lóbrega de lo masculino. La respuesta de Gary Coombe resultó sorprendente desde la lógica del viejo capitalismo: no le importaba, si así había sido, perder ese dinero. Le parecía un “precio que merecía la pena pagar”. Creo que con esto vislumbramos una primera cara del capitalismo moralista: sus altos directivos ya no solo se ocupan de hacer ganar dinero a su firma. Ahora tienen además un mensaje moral que transmitirnos a todos. Y no les importa si hay que gastar mucho, muchísimo dinero (y tal vez provocar unos cuantos cientos de despidos) para alcanzar tal fin.
Contemplemos ahora una segunda estampa que corroboraría lo que estamos señalando. Seguimos en la superpotencia capitalista, los Estados Unidos, pero en este caso dirijamos la mirada hacia Silicon Valley. Pasemos de las hojillas de afeitado a Google. Hace dos años, esta megacorporación despidió a uno de sus empleados, James Damore, por algo que no tenía nada que ver con su incompetencia o por sus escasos resultados. Tampoco por faltar el respeto a sus jefes o sus compañeros.
En realidad, el problema de Google con Damore era ideológico. O moralista. Tras uno de los “cursos sobre diversidad” que esta empresa imparte a sus empleados, en que les instruye sobre cuán importante es respetar a las minorías, Google pidió a los asistentes la típica retroalimentación: que expresaran por escrito sus opiniones. Damore aceptó el reto y redactó, confiado, lo que él sabía que era una postura minoritaria, pues se oponía a todo cuanto en aquellas lecciones les habían insistido. Su idea era que no todas las diferencias entre hombres y mujeres se deben a que los primeros estén oprimiendo a las segundas: puede haber también diferencias que respondan a lo biológico.
Damore creía caminar sobre terreno seguro: al fin y al cabo, tiene un máster en Biología por Harvard. O quizá esperaba que esa minoría en que él se colocaba (una minoría de forma de pensar) también fuera respetada, como les habían dicho en el curso que el resto de minorías (de género, raciales, sexuales) se debían apreciar.
Pero se equivocaba. Google le despidió fulminante “por perpetuar los estereotipos de género”. La peripecia está a día de hoy en los tribunales, pero aquí no nos interesa su significado jurídico, sino el cultural: una empresa despide a un magnífico empleado (había ascendido dos veces seguidas en sus dos primeros años de contrato) solo porque no coincide con la moral que defienden sus dueños. El viejo capitalismo en el que bastaba ser rentable a tu empresa ha dejado paso a otro: un capitalismo en el que además debes coincidir con tus jefes en lo que ellos piensen acerca del bien y del mal. No parece desatinado, entonces, calificarlo como moralista.
Un tercer suceso, también reciente, puede corroborar esta impresión. En marzo de 2016 el estado de Carolina del Norte aprobó una ley que obligaba a sus habitantes a usar los servicios higiénicos correspondientes al sexo que figurara en su certificado de nacimiento. (Como liberal, voy a resistir la tentación de decir lo que siento hacia un poder estatal que se inmiscuye incluso en nuestros urinarios: haría este artículo demasiado largo). Era una ley dirigida contra transexuales y transgénero, lógicamente, que ya no podrían utilizar los baños correspondientes al sexo con el que se identifican.
Pero, independientemente de si uno está a favor o en contra de tal legislación (y ya he aclarado que yo ando más bien en contra), resulta estruendosa la tempestad empresarial que se desató tras su promulgación. Más de ochenta altos ejecutivos de compañías como Apple, United Airlines, Bank of America o Goldman Sachs firmaron inmediatamente una carta que instaba al gobernador de Carolina del Norte a derogar tal ley. PayPal y CoStar Group anularon sus planes de abrir nuevos centros de operaciones en tal estado; la NBA y el baloncesto universitario, los de jugar allí varios partidos; el cine y la televisión, los de rodar allí. En total, la revista Forbes calculó que la ley de marras costó, en solo siete meses, 600 millones de dólares a los norcarolinos.
Así se explica que se tratara de una normativa de vida breve: al marzo siguiente fue abrogada por las mismas cámaras y el mismo partido, el republicano, que la había aprobado tan solo doce meses antes. La estrategia que el empresario Tim Gill denominó “castigar a los malvados” había funcionado. (Gill es uno de los 400 hombres más ricos de su país, según Forbes).
Estas vicisitudes nos colocan frente a una tercera faceta del capitalismo moralista que empieza a circundarnos. Sus ejecutivos no solo aceptan, como Gillette, perder dinero por predicar su moral; no solo deciden, como Google, despedir a gente cuya visión ética no coincida con la de ellos. Se trata también de un capitalismo en que si la democracia aprueba una ley que disguste a la sensibilidad moral de las grandes empresas, estas poseen el poder de revertir semejantes decisiones del pueblo. Y es un poder que están dispuestas a ejercer.
¿Es este el mundo en que queremos vivir? ¿Un sistema en que los altos ejecutivos empresariales supervisen qué clase de moralidad se nos predique? ¿En el que puedan despedirnos o cambiar nuestras leyes si nos desviamos de su camino recto? No debemos dejar que las palabras nos desorienten: estamos ante un capitalismo moralista, sí; pero eso no significa que nos encontremos ante un capitalismo moral.