José María Ruíz Soroa-El Correo
La corrección política actual rechaza que determinadas opiniones puedan ser manifestadas en público, no digamos defendidas en el terreno político
Nada expresa mejor el giro copernicano que se ha ido produciendo en España en torno al concepto público de libertad que las recientes palabras de la portavoz socialista Adriana Lastra cuando anunciaba que su partido va a proponer que se criminalice la apología o la exaltación del franquismo: «En una democracia no se puede homenajear o exaltar a una dictadura o una tiranía», afirma con aparente lógica. Pero es una lógica muy liviana que salta por los aires en cuanto se reflexiona mínimamente sobre lo que es la libertad democrática. Porque en realidad es justo al revés: es en las tiranías o dictaduras donde no se puede homenajear a la democracia.
Suena estrafalario, incluso blasfemo en los tiempos que corren, pero hubo una época allá por 1978 en la que se tenía claro que la primera y más importante libertad que una Constitución reconocía a los ciudadanos era la de no estar de acuerdo con ella. La de pensarlo y la de decirlo así. Públicamente. Vamos, que en la democracia liberal que se inauguró por entonces se podía ser franquista, o fascista, o falangista, o comunista, o supremacista blanco, o machista redomado. Que se podían manifestar libremente opiniones contrarias a la democracia y a la libertad, e incluso proponer la vuelta voluntaria a un régimen autoritario o bien una excursión a la dictadura del proletariado. La libertad de expresión, como decía la sentencia del Tribunal Constitucional 235/2007, permitía «difundir libremente ideas contrarias a la esencia misma de la Constitución, incluso ideas execrables por contrarias a la dignidad humana».
Desde entonces ha llovido mucho, a pesar de que la misma Constitución siga en vigor. La corrección política actual, montada sobre la más santa indignación moral, rechaza que determinadas opiniones puedan ser manifestadas en público, no digamos defendidas en el terreno político. Y esa nueva forma de dictadura moral y práctica que es la corrección política ha pasado del plano de la opinión al de la coacción. Nuestro Código Penal, contaminado por un moralismo perfeccionista muy poco ilustrado, se nos ha ido llenando de figuras delictivas en las que se sanciona la expresión pública de sentimientos o ideas contrarias a la moral dominante so capa de proteger los derechos de algunas minorías o la versión correcta del pasado. Y muchas más anuncian su pronta llegada al canon protector del enjuiciamiento por lo criminal.
La sociedad española moderna no gusta especialmente de la libertad individual porque actúa soterradamente en ella la veta honda y constante de la escolástica medieval que atribuye el poder al colectivo orgánico, sea nacional o popular, no al individuo. El escaso impacto en ella del individualismo y del racionalismo liberal moderno hace que caiga con facilidad en la prohibición de todo aquello que desafía a las creencias hegemónicas. Lo recordaba el historiador José Alvarez Junco: aquí la revolución política liberal de 1812 no se hizo en nombre del derecho de cada persona a buscar la felicidad a su propio modo, sino en nombre del derecho del colectivo a gobernar. No busquen en la Constitución gaditana una declaración de derechos individuales. Nunca la hubo.
El régimen de 1978 fue una ruptura en esa veta. Nuestra democracia no era una «democracia militante», lo repitió el Tribunal Constitucional hasta la saciedad. No era como la alemana, que prohíbe y sanciona cualquier intento de constituir un partido nacionalsocialista (o comunista). No era como la francesa con sus verdades intocables y que castiga los intentos de borrar del pasado el holocausto judío o armenio. Era un régimen que admitía sin límites su propio cambio. Y ello no era un defecto, como alegan los acomplejados de siempre. Todo lo contrario: nuestra Constitución era más liberal que las de otras democracias. Por eso se puede defender en nuestro país el independentismo, o el comunismo, o la república, guste o no a los conservadores. Y por eso se puede también defender el fascismo o el machismo, guste o no a la corrección política. ¿O habrá que decir que… se podía?
Algún lector pensará en este punto que dado que el pensamiento de los homófobos, los fascistas o los defensores de un régimen iliberal carece de valor intrínseco alguno, nada se pierde con prohibirlos. Pensará que el Gobierno puede y debe fomentar la libertad de criterio de la ciudadanía mediante el expediente de prohibir las ideas contrarias a esa misma libertad. Que puede algo así como obligar a las personas a ser libres. Inmenso error, pues la libertad es indivisible por sí misma y ningún censor popular puede establecer lo que es objetivamente conveniente pensar y lo que no.
La autonomía de la persona consiste en la capacidad de cada cual de hacer sus propias elecciones vitales, de diseñar su plan de vida. Y la autonomía es buena por sí misma, pues no es sino una manifestación de la dignidad ínsita que posee todo ser humano. Una dignidad que aguanta incluso las indignidades que pueda hacer su sujeto.
Algunos han creído desde antiguo que esta idea es un error si se lleva a su extremo, si se pasa de rosca, que la capacidad de decidir es buena, sí, pero sólo si y cuando… se hacen elecciones buenas. Que hacer malas elecciones, o defender ideas patentemente equivocadas o inmorales, o incluso repugnantes, no es un derecho de la persona. A mí me lo explicaron los jesuitas: tal cosa sería confundir la libertad con el libertinaje, decían. Corolario: el Gobierno puede y debe con sus leyes (incluso penales) fomentar las buenas decisiones, llevar al ciudadano a su perfección, evitar que se equivoque.
Esta era la esencia del pensamiento reaccionario y contrarrevolucionario, incluso el de muchos conservadores. La de un poder tutelar que lleve al individuo, con empujoncitos o a porrazo limpio, a hacer las opciones correctas y no las que él considera como tales. Lo llamativo de nuestra actualidad es que la izquierda -que ciertamente nunca amó demasiado la libertad individual- se ha vuelto ella igual de reaccionaria y defiende sin rubor el uso intensivo de la coacción pública para lograr que los ciudadanos tengan y expresen las opiniones que deben tener, las virtuosas. El perfeccionismo al poder. Franco habría entendido muy bien a Lastra: la autoridad debe y puede fabricar buenos ciudadanos. Lo que varía entre ellos es sólo lo que se entiende por ‘buenos’, no el derecho a fabricarlos.
Algo así como una mutación silente se está produciendo. La libertad no es ya lo que era hace cuarenta años. Y casi todos aplauden o callan, eso es lo preocupante.
Ningún censor popular puede fijar lo que es objetivamente conveniente pensar y lo que no
La libertad no es ya lo que era hace cuarenta años. Y casi todos aplauden o callan, eso es lo preocupante