Pedro Chacón-El Correo

Los principales partidos nacionalistas, el otro día con el PNV por mano de Urkullu y luego seguido de Ortuzar, y ahora con el prófugo Puigdemont, están planteando ya sus condiciones para la investidura del próximo presidente del Gobierno con una actitud y una prepotencia que a nadie ajeno a la política española le podría dar la sensación de que aquí tenemos un Estado opresor que mantiene acogotadas a las comunidades autónomas donde hay partidos nacionalistas. Cuando resulta que dichos partidos, claramente a la baja en sus respectivas comunidades, y por voluntad expresa de Pedro Sánchez, que no quiere llegar a ningún acuerdo con el PP de Feijóo para evitar esta situación, han obtenido un premio extraordinario que les convierte, nada menos, que en otorgadores de la Presidencia del Gobierno de España.

Hemos entrado en una fase política cargada de un ambiente enrarecido, como de novela de exploradores en la profundidad de la selva, pero a la vez extremadamente grave, por lo que nos jugamos en el envite como país. Para empezar, ya se ha dado por amortizado, apenas comenzado y a tres semanas vista de su votación en el Congreso, el plazo para la investidura del candidato nombrado por el Rey, que era Alberto Núñez Feijóo, no sé si recuerdan.

La izquierda en su conjunto, encabezada por Pedro Sánchez y con la imprescindible colaboración de la líder de Sumar, Yolanda Díaz, que ha ido en persona a que la reciba el prófugo Puigdemont, en otro alarde de irresponsabilidad sin parangón, está llevando la situación a un punto que amenaza con romper las costuras del propio PSOE, y me remito al artículo del domingo pasado de Nicolás Redondo, renunciando a su militancia ante la posibilidad de que Pedro Sánchez firme una amnistía con Puigdemont.

Pues eso es exactamente lo que el líder de Junts acaba de pedir para, según sus propias palabras, empezar a negociar la investidura. Una amnistía que supondría la refutación de nuestro Estado de Derecho y la consolidación de una vía unilateral para obtener la independencia a la que el nacionalismo catalán nunca ha renunciado, desde que la intentó en 2017. La situación es extremadamente grave y desde aquí lo que sí pediría, en la medida de mis posibilidades, es extremar la calma para pasar este trago aciago de la historia de la democracia española, sin que luego haya que lamentar otra cosa que no sea la actitud demencial de quienes hoy quieren volver a gobernar España apoyándose en quienes la consideran no ya un simulacro de nación, sino apenas una estructura jurídico-política hueca en la que ellos seguir medrando.

Pedro Sánchez, moviéndose en el alambre y explorando los límites, nos está sometiendo a la mayoría de españoles a un test de estrés que no nos merecemos. Y lo que necesita es ser refutado desde la moderación y, sobre todo, desde la inteligencia política.