ANTONIO CAÑO-EL PAÍS
- Las elecciones del 3 de noviembre nos enseñan que no se apaga el fuego con fuego y que es necesario desideologizar la batalla por la democracia, sacarla del terreno de la izquierda contra la derecha
Demostrada la fuerza de la voluntad popular expresada en elecciones libres —We the people—, cabe esperar también a partir de ahora que las instituciones de Estados Unidos funcionen hasta el final para garantizar el relevo pacífico en la presidencia. Con ello, el sistema norteamericano habrá sobrevivido al peor gobernante de su historia y al mayor desafío autoritario que se recuerda. Si eso ha ocurrido en la democracia más sólida del mundo, en el país más poderoso y de mayor robustez institucional de Occidente, es legítimo preguntarse si otras democracias no están en igual o mayor riesgo.
Algunos estarán tentados de conectar el fenómeno de Donald Trump exclusivamente con el éxito de la extrema derecha en otros países, incluido España. Visto así, derrotar a Trump puede considerarse un precedente esperanzador para acabar con Vox; eso es todo. Pero me temo que esa simplificación desvirtúa la realidad y conduce a una interpretación equivocada de lo que ha sucedido y sucede en Estados Unidos.
Trump es, desde luego, el comandante de la ola populista que alcanzó su apogeo hace cuatro años, lo que le ha permitido ganarse el apoyo y la simpatía de todos los demagogos de extrema derecha que han ido surgiendo en un lado y otro. Pero eso no convierte a Trump en un líder ideológico. Tampoco la atracción que despierta entre sus seguidores o el peligro que representa tienen que ver con una determinada ideología. Uno de sus mejores amigos, al otro lado de la frontera sur de este país, preside con la etiqueta de izquierdas.
Trump ha gobernado, en general, con una política económica bastante ortodoxa, muy en línea con la tradición del Partido Republicano. Interiormente, no ha dado a los militares más poder que el que les corresponde ni ha creado estructuras para socavar las libertades. Su política exterior ha sido errática y confusa; ha debilitado las alianzas de Estados Unidos y las organizaciones internacionales, pero no ha conducido al país a ninguna guerra imperialista, como parecería acorde con el prototipo ultraderechista.
Trump no es peligroso por la orientación ideológica que dio a su Gobierno, sino por su concepción y ejercicio del poder, además de por su más absoluta incompetencia. Trump no es un fascista ni un dictador. Trump es un narcisista sin escrúpulos que ha puesto a todo el sistema a trabajar en su beneficio: obviamente, no ha disuelto el Congreso, pero ha utilizado el control de su partido para invalidarlo (la mejor prueba fue el trámite bochornoso del impeachment); no ha eliminado el Tribunal Supremo, pero ha roto el consenso tradicional que garantiza su independencia y neutralidad (nunca se había elegido un miembro de esa Corte sin un solo voto a favor del partido de la oposición); no ha cerrado los periódicos, pero ha desprestigiado a los periodistas; no ha anulado las elecciones, pero las ha deslegitimado con su ignominiosa actitud desde el 3 de noviembre.
Los politólogos y analistas han identificado síntomas de un deterioro de la calidad democrática en muchos países del mundo. Trump no es un caso aislado. Sin embargo, las condiciones de intensa polarización política en las que vivimos casi en todas partes hacen imposible identificar los síntomas de ese deterioro, y mucho más señalar a los responsables y encontrar soluciones. Aquí también hay un Trump, pero está en el otro bando, se escucha con frecuencia. Claro que se están cargando la democracia, pero ellos, no nosotros.
La polarización, la descalificación del adversario, fue también la ola que llevó a Trump al poder y sobre la que ha ido navegando a lo largo de estos cuatro años. Intentó agudizar la división entre los norteamericanos durante la campaña electoral y consiguió llevar al país enfrentado a las urnas. Estuvo a punto de salirle bien esa estrategia, pero, afortunadamente, un número suficiente de votantes en los lugares precisos se inclinó por el lado del sentido común, que esta vez estaba en la papeleta del Partido Demócrata, para evitar lo que hubiera sido un desastre nacional. Decíamos antes que ese desastre no sólo es atribuible al ejercicio del poder de Trump, sino a la torpeza de su gestión que, entre otras cosas, ha conducido a este país a uno de los peores balances mundiales de muertos y pérdidas como consecuencia del coronavirus.
El resultado electoral no acaba de la noche a la mañana con la polarización ni va a resolver otros muchos problemas que aquejan a Estados Unidos y de los que Trump no era el culpable, sino el peor de los síntomas: injusticia social, racismo, brutalidad policial, guerras culturales, proliferación de las identidades, presión de la corrección política, un sistema electoral arcaico, una hegemonía internacional insostenible y una economía incapaz de competir con China. Problemas que pueden hacer que, aunque Trump desaparezca, el trumpismo permanezca. Son muchos millones los norteamericanos que no sólo le creen y le respaldan, sino que rechazan y sospechan de la sociedad que Joe Biden y Kamala Harris ofrecen. Pese a todo, el paso dado el pasado día 3 no es menor. La sustitución de un provocador por un conciliador, de un patán por un hombre cabal, era el punto de partida necesario para reconstruir el vigor y la credibilidad de esta democracia.
Ha sido importante el día 3 de noviembre. Hay muchas cosas que nos ha enseñado esa fecha. Hemos aprendido, por ejemplo, que no se apaga el fuego con fuego. No se derrota a un radical con otro radical. El Partido Demócrata estuvo hace meses a punto de responder al Partido Republicano con la misma moneda. Trump soñaba con un duelo contra Bernie Sanders que, con toda probabilidad, le hubiera dado la victoria. En cambio, Biden, un centrista menos fotogénico pero con demostrada honestidad y servicio al Estado, se ha confirmado como el candidato idóneo. Es inevitable pensar en el magnífico papel que hoy podrían jugar en España buenos políticos que, con diez años menos que el presidente electo de Estados Unidos, fueron no hace mucho rechazados por viejos.
Hemos aprendido también el día 3 que es necesario desideologizar la batalla por la democracia, sacarla del terreno de la izquierda contra la derecha para llevarla al de los demócratas contra los antidemócratas, incluso al de la moral, al de las personas decentes contra los indeseables. Para ello ha sido fundamental en EE UU el bloque de los políticos e intelectuales republicanos contra Trump.
Las elecciones norteamericanas nos han enseñado igualmente que no existen atajos contra los déspotas. Hay que tener confianza en la fortaleza de la democracia y actuar dentro de las instituciones para protegerlas. Biden no respaldó nunca las peticiones surgidas de su propio partido para disolver la policía en algunas ciudades ni dejó que las protestas callejeras de Black Lives Matter dominaran su candidatura. No está claro si los activistas de ese movimiento han servido para llevar más gente a las urnas, pero si lo han hecho, también han provocado muchos más votos para Trump.
Estados Unidos ha salido con muchas heridas de este periodo y de estas elecciones. Las divisiones creadas, el odio acumulado, no van a ser fáciles de olvidar. El daño que un dirigente desaprensivo puede causar en un país puede ser superior al de cualquier plaga porque, a otros males, se añade el de la desmoralización, la desconfianza en la política y en el sistema. Pero no tiene por qué ser un daño irreversible. Esta nación ha dado muchas pruebas a lo largo de su historia de que sabe unirse ante amenazas graves y con el horizonte de un bien común. Hay que confiar en que lo haga de nuevo y que, igual que fue estos años pretexto y motor de otros populistas y demagogos, sea a partir de ahora faro de una nueva era de ilusión, en la que We the people, nosotros, el pueblo, la Constitución, la ley y la democracia prevalezcan.