EL CORREO 21/04/14
JOSÉ IGNACIO CALLEJA PROFESOR DE MORAL SOCIAL CRISTIANA
Creo que la idea más valiosa que recorre la sociedad vasca es que la persona tiene dignidad y derechos humanos fundamentales siempre. Este concepto ético tan lúcido es un lugar común de las conversaciones cotidianas. En el aula y en el bar, en el parque y en la iglesia, es incuestionable la cantidad de veces que se escucha esta afirmación. Cuando alguien rompe el paso y dice que quien obra indignamente no es digno de ser tratado con respeto, el más sencillo de los convecinos le corrige con claridad meridiana: no podemos ser indignos contra la indignidad ajena, porque en el camino perdemos la nuestra.
Aparentemente esto que digo carece de importancia especial, pero al pensarlo mejor, tenemos que reconocer que tiene un valor incuestionable para convivir en justicia y en paz. En el mundo cristiano y social en que yo me muevo, a veces cunde un cierto desánimo de si la sociedad moderna –la vasca por ejemplo– da valor a algo de veras importante, y, pareciendo que no lo hace, al punto hemos de corregir y felicitarnos de esta fe laica y religiosa de la dignidad de la persona; de todas las personas y siempre. Es mucho lo que compartimos a partir de este cimiento moral de la vida en común y grande el potencial de encuentro que nos ofrece.
Ahora bien, si esta tierra moral común es tan honda y fecunda, ¿por qué sus frutos convivenciales son tan precarios a menudo? No voy a descubrir nada que no haya sido dicho, pero la dificultad de fondo es clara, y consiste en que cada uno de nosotros piensa en su dignidad de persona en solitario. Algo así como una ventaja ontológica para mí y los míos, que otros no tienen si se oponen a un ‘nosotros’ absoluto en su diferencia. Esto significa en su concreción política que, para demasiada gente, la dignidad personal pasa por ‘mi pueblo’, y solo en él tiene plenitud de sentido. Y significa, en su concreción social, que la dignidad personal pasa por ‘tener la nacionalidad de mi Estado’, y solo así te corresponden en serio los derechos humanos. En cuanto al supuesto político, el resultado ha sido obvio, y la existencia de ETA tantas veces por tantos comprendida y aún legitimada, obedece a esa pauta. Y en el supuesto social, el resultado es igual de claro, y la existencia de Ceuta, Melilla o Lampedusa, tantas veces y por tantos comprendida como algo obvio, deriva del mismo equívoco.
Me parece interesante pensar en ambas direcciones, aunque a alguien le suene buscar una equidistancia vasca con el terrorismo que, desde ahora digo, es un argumento manido. Las víctimas sociales se multiplican en varias direcciones y yo no puedo seleccionar en los casos más extremos. Las ‘víctimas’ no se compensan ni se solapan, pero donde alguien sufre una grave injusticia en su dignidad de persona, hay una víctima que merece reconocimiento moral y jurídico.
A tenor de unos prepuestos éticos tan elementales y de unas prácticas sociales y políticas tan confusas y antagónicas –siempre pienso en el País Vasco– se me ocurre avanzar un paso más y mostrar un punto todavía más frágil y sutil en nuestra conciencia social. Nos cuesta diferenciar el derecho y la ética en aquello que más nos divide: los caminos para alcanzar una sociedad justa y en paz. Estoy convencido de que deberíamos hablar más de justicia social y darle a la paz un sentido más intenso y extenso que el político; pero recurriré a un lugar común para concluir. ¿Puede la dignidad de las personas, presas o libres, ser ignorada, hayan pedido perdón o no por un delito? No, nunca. ¿Puede la ley exigir al delincuente que pida perdón a su víctima como requisito para tratarlo justamente? No. Ahora bien, ¿puede el ciudadano, moralmente hablando, recordar la dignidad de los presos y los derechos que les corresponden, sin decir una palabra de reconocimiento de las víctimas y del injusto daño que ETA les causó? ¿Moralmente hablando? No. Lo puede hacer jurídicamente, y lo puede hacer en una sociedad de libertades, pero moralmente está desautorizado. La honestidad moral de una exigencia no viene aislada de la coherencia personal del sujeto que la reclama. La verdad jurídica, sí; la honestidad moral, no.
Es a lo que quería llegar. Del mismo modo que no asumimos como dotada de verdad ética una denuncia social que no conlleve ejemplaridad en quienes la defienden, igualmente decimos que es mentirosa una forma de reclamar la paz y los derechos de todos que no conlleve el reconocimiento del daño injustamente causado a los otros. No pocos ciudadanos creen que al decir esto, nos referimos a los presos de ETA y a la injusticia que ellos debieran reconocer, ¡cierto!, pero también y ya nos referimos a los ciudadanos que antes y hoy siguen pensando que hubo razones para justificar el matar y extorsionar (y, para no pocos, el torturar). Ante esta barbaridad, los presos de ETA tienen sus derechos humanos jurídicamente intactos, pero éticamente, ellos y su entorno, tienen un debe moral insuperable con la dignidad de ‘los otros’. Por eso, antes y ahora, la forma más tentadora de negar este escollo de la dignidad es negar la pertenencia de las víctimas al nosotros en el que nos reconocemos dignos. Pero la pregunta y su respuesta vuelven sin remedio a la conciencia de todos: hubo dignidad humana en los otros y siempre. Esto, el cristianismo lo tiene más claro que al agua, y su valor político no es pequeño.