IGNACIO CAMACHO-ABC
La nación no es sólo la tierra, ni el paisaje, ni la historia. Es la soberanía común lo que determina la patria
SI fuese sólo por la tierra no habrías colgado esa bandera en el balcón. España es mucho más que un lugar, que un paisaje o que un sentimiento, más que una historia compartida, más que el orgullo herido que estos días te ha estallado en el alma con un arrebato de rebeldía ante el menosprecio. Esa bandera de tu ventana no representa tanto un territorio como una voluntad de convivir y un pacto de concordia. Representa a un pueblo y a su soberanía política, jurídica, plenipotenciaria. Esa soberanía plena, indivisa, es hoy el otro nombre de la patria.
Eso es lo que mencionas estos días convulsos cuando pronuncias el nombre de España. Un poder constituyente que compone el núcleo de la democracia; por eso está en el artículo primero de la Carta Magna. Los padres fundadores norteamericanos lo escribieron con palabras esenciales, rotundas, diáfanas: «Nosotros, el pueblo»; no se puede decir de una forma más clara. Antes que el Estado, antes que la nación, está la facultad indelegable de los ciudadanos constituidos en autoridad soberana. Por eso este conflicto de secesión no va de identidades diferentes ni de emociones más o menos exaltadas; va de poder, de decidir quién manda.
Y en España mandan los ciudadanos españoles. Libres e iguales en derechos y cargas. Ellos –o sea, nosotros– decidieron la forma del Estado y sus reglas políticas, eso que ahora algunos llaman despectivamente «el régimen»; que sí lo es en la medida en que se trata de un sistema organizado por unas pautas. Sólo que fruto de un proceso democrático refrendado por el pueblo todo –«todo» es la clave– en expresión de su ciudadanía integral, unitaria. Y no se puede ni se va a cambiar porque lo pida, lo exija o lo quiera imponer una minoría caprichosa abducida por el populismo de una mitología iluminada.
Hace unos años estuvo de moda hablar de «patriotismo constitucional»; el adjetivo trataba de modernizar la connotación rancia con que la dictadura se había apropiado de la idea de patria. Fue un rescate democrático del concepto de España. Luego cayó en desuso, arrinconado por la hueca retórica de una posmodernidad desenfocada. Una cierta izquierda, qué gran error, nunca estuvo cómoda con el modelo de nación única; los problemas de este tiempo son herencia de esa dificultad ideológica para admitir que la indivisibilidad era la base de los derechos comunes en una sociedad igualitaria. Ahora estamos pagando la factura de la alegre imprudencia que atomizó el país como un mecano de piezas descuadernadas.
No cuelgues la enseña de tu balcón como un grito de rabia sino como un blasón de dignidad, de nobleza, de autoestima, de honor, de esperanza. Y de la razón de la ley, que es lo único que nos salva. Esa bandera nos encarna a todos, unidos en un proyecto de concordia civil, abierta, solidaria. Es el símbolo de lo que somos y queremos seguir siendo. De nosotros, el pueblo. De España.