El autor advierte de las necesidades emocionales de los ciudadanos y señala el error de las élites a la hora de exigir más Europa para éstos y más autogobierno para los nacionalismos particulares.
Dos cuestiones se deben tener en cuenta al referirse a esta cuestión: en Alemania no hay graves problemas de cohesión social, ni siquiera en torno al problema de la inmigración y su integración. Y, sin embargo, la presencia del partido AfD, problemas de pobreza a pesar de los buenos datos económicos, una sensación de que algo va terminando en paralelo a la sensación de declive de la persona que ha marcado en los últimos 15 años la política en Alemania, la canciller Merkel, junto con una sensación paradójica, la afirmación cada vez más frecuente de los valores europeos ante las políticas proteccionistas de Trump y la percepción de que Europa se halla en fase de estancamiento o de agotamiento, son señales que no pueden ser banalizadas.
En relación con la última apreciación viene la segunda cuestión: la falta de un sentimiento del nosotros no es un problema estrictamente alemán, sino muy extendido hoy en día en Europa y en cada uno de sus países. ¿Existe un demos europeo? ¿Cuáles son las instituciones representativas de los ciudadanos europeos y sentidas como tales por ellos? ¿Qué une a un ciudadano letón con uno maltés, a un finlandés con uno griego, más allá de la demasiado abstracta referencia a «valores comunes»? ¿Existe un nosotros europeo, un sentimiento de pertenencia mutua? ¿Son la Comisión, la burocracia, el Parlamento europeo, el Consejo europeo de primeros ministros y presidentes referencias de identificación para los ciudadanos?
Hace años, en una sesión previa a los congresos paralelos del CLAD y del PNUD, celebrados ambos en Ciudad de México, un diplomático español argumentó que el «bien común» nunca se deduce de teorías de Derecho, ni de teorías éticas, ni de las distintas definiciones de democracia, sino que es resultado de las mayorías correspondientes condicionadas por el tiempo y el espacio. No cabe duda que la política democrática es difícilmente imaginable sin el horizonte de referencia significado por el binomio bien común. Según A. Giddens, la sociedad moderna se sostenía gracias al antagonismo entre dos bloques fuertes, el burgués y el proletario. Habiendo en cada uno de los bloques diferencias internas, cada bloque era, sin embargo, capaz de integrar esas diferencias en una visión del bien común específica. El bien común de la sociedad era la resultante de la negociación de dos versiones distintas del mismo. Tarea difícil, pero posible como muestra la historia, y fuente de la vitalidad de las sociedades modernas, raíz del Estado de bienestar.
Una vez llegado a éste, superado el capitalismo productivo y su cultura con los valores de disciplina, solidaridad, familia, amor al trabajo, identificación con el grupo y la fábrica, y llegados al capitalismo de consumo y sus radicalmente nuevos valores, se abandonaron los viejos y se proclamaron con jolgorio y gran esperanza los valores liberadores, los valores no materiales, sino espirituales, mejor subjetivos, sentimentales. Este cambio radical se manifestó en el mundo de los partidos como superación del bipartidismo –estrictamente, o como superación de los bloques básicos cuando no había bipartidismo perfecto–, una superación celebrada efusivamente por no pocos al comienzo, aunque muchos parecen arrepentidos. En esta situación ¿cómo se plantea la definición del bien común? ¿Entre quiénes se negocia el bien común si ya no hay bloques con capacidad de integrar las visiones más particulares del mismo? ¿Dónde puede surgir la referencia necesaria para conducir el caleidoscopio de intereses grupales muy particulares, y cambiantes además en el tiempo, a algo que se acerque, aunque sea temporalmente y con riesgo fuerte de mayores o menores exclusiones, a algo parecido al bien común?
La globalización, el multilateralismo y los valores europeos parecen pretendientes a ocupar el vacío. Cada uno de ellos viene con su sombra: los perdedores de la globalización, el multiculturalismo percibido como disolvente y la debilidad para imponerse de los valores europeos–quienes los defienden no los cumplen, y quienes no los defienden son públicamente aborrecidos–. El surgimiento de los populismos –America first–, los nuevos sujetos colectivos revolucionarios –pueblo/s, gente, la calle, antiélites, todos los discriminados de este mundo con intereses divergentes y contradictorios, nacionalismos–, son la sombras inherentes a los pretendientes antes citados.
Hace ya muchos años que Habermas analizó la transición de la lealtad concreta propia del Antiguo Régimen a la lealtad abstracta a la ley y al Estado: un salto tan grande que necesitó de una comadrona adecuada, y esa comadrona fue la Nación. Ésta llegó, sin embargo, no sólo para cumplir una función histórica transitoria, sino para quedarse, y de la lealtad concreta del Antiguo Régimen se pasó a la lealtad concreta al Estado nacional que en su estadio máximo identificaba la identidad personal y los derechos de ciudadanía con la identificación grupal. Esa identificación explica la fuerza casi natural adquirida por la forma Estado Nacional, incluido su paroxismo en los Estados nacionales totales, en los totalitarismos.
Tras la Segunda Guerra Mundial fueron apareciendo cuñas entre la identidad personal, por un lado; y el derecho de ciudadanía, por otro, con la identificación grupal, lo que sin hacer daño alguno, al contrario, al desarrollo del Estado de bienestar, dotó a los ciudadanos de una sensación de libertad personal añadida. A este desarrollo se le sumó con el tiempo la libertad que venía con los valores subjetivos, inmateriales del capitalismo de consumo, abandonando los de disciplina, jerarquía, solidaridad, trabajo y familia: tolerancia como indiferencia, libertad sexual sin límites, multiculturalismo, comunitarismo, la no existencia de valores universales, aplanamiento de las jerarquías, todo tipo de liberaciones continuas vinieran o no a cuento, hasta llegar a la abolición del concepto mismo de normalidad.
SILA desaparición del bipartidismo no es buena ni mala por sí misma, pero puede ser indicativa de otros cambios que sí pueden ser más problemáticos, también es preciso añadir que los populismos no nacen directamente de las dificultades económicas, no nacen de momentos de crisis económica ni del aumento de la pobreza (distinto al aumento de las desigualdades), aunque estas situaciones pueden ser oportunidades propicias para su aparición, pues es preciso añadir que existen elementos psicológicos, individuales y grupales, que son necesarios para su fortalecimiento y consolidación. La abolición del concepto mismo de normalidad, la confusión de la tolerancia con indiferencia, la negación de valores universales, si no son de una generalidad y abstracción que los esterilizan, pueden contribuir a que determinados grupos sociales reaccionen con lo que el término desamparo pretende describir en algunos autores: la sensación de perder suelo bajo los pies, perder realidad, ser dejados atrás –por las razones que sean–, de hallarse sin norte, desorientados, abandonados sin brújula en un mundo complicado y problemático, sin referentes, sin nada seguro a lo que aferrarse.
Así hemos llegado a una situación en la que a las dificultades para acordar el bien común por multiplicación de sujetos colectivos se le añade la permanente destrucción de todo referente de identificación emocional: una cultura que no es cultura, pues no delimita nada, crece por arriba una administración europea burocratizada y que da la sensación que maneja como un nuevo Leviatán nuestras vidas, y por debajo los nacionalismos particularistas que para construir naciones destruyen sociedades y culturas compartidas que no son enemigas de las más particulares que las enriquecen. Y por necesidades no políticas, sino partidistas se les entrega la capacidad de seguir con su labor destructiva. Y nos extrañamos que surjan reacciones que gritan su desorientación y su necesidad de referentes. Pero las élites –ellas no sufren problema alguno de desorientación en su satisfacción ilustrada y erudita (y económica)– no quieren darse por enterados de las necesidades emocionales de los ciudadanos, y exigen más Europa para ellos y más autogobierno para los nacionalismos particulares. Ya conocen el resultado.
Joseba Arregi, ex consejero del Gobierno Vasco, es ensayista.