Nostalgia de ‘mili’ no hecha

EL MUNDO 10/03/17
JORGE BUSTOS

ANIMADO por el ejemplo de Suecia, un juez de menores de Granada ha pedido que España recupere la mili. Don Emilio Calatayud no es un facha desorejado: el franquismo imponía castigos bien poco imaginativos en los que la obsesión del escarmiento social anulaba la fe en la enmienda personal. En cambio, al gamberro que va por ahí quemando papeleras Calatayud lo sentencia a trabajar una semana con los bomberos; o a un conductor borracho le prescribe una jornada de conversación con parapléjicos y sus familiares, al término de la cual debe presentar una redacción con sus impresiones. Yo a esto lo llamo progresismo judicial, más atento a la reforma que a la represalia. El gobierno que ha restaurado la mili en Suecia no está formado por arios belicosos sino por una coalición de socialdemócratas y verdes. Lo que nuestro juez propone –con mucha sorna– es una suerte de campamento militar de dos meses para todo español pubertoso, ellos y ellas, y de uno a dos años para el nini descarriado. Una encuesta en redes planteada por Europa Press ha cosechado altos porcentajes de apoyo a la propuesta.

Pertenezco a la primera generación de españoles exonerados de la mili por la gracia de Aznar, quien a su vez satisfacía una cláusula de Pujol sellada en el Majestic. Era una época exótica en que el PP cumplía los pactos suscritos con partidos nacidos en Cataluña. La carta de reclutamiento llegó a casa: yo tenía 17 y cursaba COU, porque junto con la mili también me libré de la LOGSE. Solicité prórroga por estudios en la oficina de reclutamiento de la calle Quintana y nunca más fui llamado a filas, cosa que confieso no sin un pellizco de decepción. Hasta en el pacifista más jamaicano suscita un orgullo momentáneo que su país le considere lo suficientemente útil como para defenderlo.

Suecia no pertenece a la OTAN pero sí al radio de influencia del zar ruso, así que sus razones son estrictamente militares. En España, sin embargo, el debate debería ceñirse al propósito pedagógico que guía a Calatayud. Si devolver a los españoles las perdidas historias de la puta mili tiene algún interés, no es desde luego el patriotismo, emoción vedada para un español desde tiempos de Viriato y directamente punible a partir de 1975. Por lo demás, hoy el patriotismo es aquello que invocamos propiamente cuando el IRPF no nos sale a devolver. Hay quien reivindica la cohesión entre españoles de provincias dispares bajo los mismos símbolos como principal beneficio de la mili, cuya extinción –no parece casual que la forzara Pujol– coincidiría con el desparrame definitivo del nacionalismo periférico; pero tampoco estoy seguro de que esa función de mestizaje no la realice más cómoda y eficientemente la red del AVE. No: la única ventaja de la mili era moral, y se derivaba de su mismo sinsentido: se trataba de disciplinar al cachorro humano entre camaradas extraños a la orden de autoridades desagradables. A ese proceso se le conocía técnicamente como educación: hasta Rousseau consistía en pasar del estado animal de naturaleza al estado humano de sociedad, pero el ginebrino invirtió el sentido. Su obra somos nosotros, niños crónicos del primer mundo que confundimos autoridad con autoritarismo, deseo con derecho y realismo con trauma. Hemos abolido el aburrimiento y la responsabilidad, las dos grandes familiaridades del recluta: el primero potencia el ingenio y la segunda asegura la autonomía. Pagaremos el precio aunque nos hagamos los suecos.