IGNACIO CAMACHO – ABC – 29/11/16
· El prestigio de Fidel se explica desde la nostalgia generacional de una izquierda que necesita perdonarse su fracaso.
Quizá Castro haya sido el dictador con mejor propaganda del mundo. La izquierda internacional lo adoptó como emblema en aquel tiempo en que soñaba con un mosaico planetario de revoluciones y luego, incapaz de aceptar la evidencia del desengaño, lo sostuvo en su imaginario sentimental como una reliquia de juventud. Hasta el Papa Francisco, compatriota del Che, sucumbió al mito y se inclinó a cuchichear con él con una camaradería cómplice –hay adjetivos que saltan solos– en vez de darle el viático, único trámite que hubiese justificado la visita.
El prestigio perenne de Fidel se explica desde una nostalgia generacional de todos aquellos jóvenes que se alistaron a sus campañas de zafra o de alfabetización o se vistieron en las calles europeas con zamarras de guerrillero; más tarde, madurados ya en la certidumbre del fracaso, conservaron su ofuscado idealismo en el formol de la nostalgia como una manera de perdonarse a sí mismos.
De esa autoexculpación nace el tono solemne de tanto obituario complaciente, de una benevolencia casi hagiográfica que apela a la historicidad del personaje para otorgarle coartada retroactiva a aquel deslumbramiento insostenible desde esta vuelta del siglo. Salvo esos cerrados tardocomunistas que encontraron en Chávez el pasaporte falso de su contumacia ideológica, nadie con mínima sensatez democrática puede defender hoy la fósil tiranía cubana.
Así que para no entonar la palinodia de los antiguos errores, el progresismo moderno entierra a Fidel con la mortaja de su singularidad histórica. El símbolo de la revolución contemporánea, el último militante de la Guerra Fría y tal. Un modo de endulzar la propia fascinación por un fantasmón al que llamaron comandante con arrobo militarista. Una suave amnistía moral al pecado de haber compartido la idea de que el poder estaba en la boca de los fusiles… siempre que apuntasen a otros.
Sólo los izquierdistas más lúcidos o más sinceros acabaron a la larga comprendiendo la verdadera naturaleza asimétrica de su complacencia con el castrismo: que les llevaba a aprobar en Cuba un régimen de opresión que en sus propios países jamás habrían admitido. Pura superioridad etnocéntrica, la misma que a escala más vulgar disfrazaba de cooperación el turismo sexual en viajes organizados por las agencias del sindicalismo. Amparo intelectual de doble rasero, solidaridad a prudente distancia del presunto paraíso.
Pero en la sociedad globalizada se había vuelto indefendible incluso esa vaga tolerancia emocional. El estancamiento y la miseria eran tan obvios que sólo quedaba encontrar una forma decente de pasar página. La épica ha languidecido, traicionada por el fracaso, devastada por la realidad. Desde su canosa melancolía, aquellos rebeldes de los sesenta aún están a tiempo de proclamar que bajo los adoquines de la Plaza de la Revolución está para los cubanos la playa de la libertad.
IGNACIO CAMACHO – ABC – 29/11/16