Diego Carcedo-El Correo
- España es uno de los países más modernos pero, espero que por poco tiempo, está rompiendo con las ventajas compartidas de su unidad territorial
España es un viejo país renovado y actualmente uno de los más modernos de Europa. Ha atravesado múltiples dificultades, guerras y momentos dramáticos: invasiones extranjeras y gobernantes traidores que la memoria no consigue olvidar. Pero sigue siendo el que ha conseguido salir adelante en su unidad recuperada después de una larga contienda de ochocientos años y el que conserva intactas sus fronteras y recuperado las buenas relaciones con sus vecinos y antiguos enemigos con los que comparte ideas y proyectos comunes que están contribuyendo de manera decisiva en un proceso de paz, libertad, democracia y progreso envidiables.
Pero, espero que por poco tiempo, está rompiendo con las ventajas compartidas de su unidad territorial, al margen de la riqueza de su variedad geográfica, cultural e incluso diferencias en una diversidad lingüística complementaria a un idioma común, compartido por centenares de millones de personas y considerado uno de los primeros del mundo. Claro que nunca hay éxitos que envidias forasteras y hasta domésticas, de memoria flaca y ambiciones de poder y otras ventajas personales, intentan perturbar la realidad y perturbarla.
Es lo que está ocurriendo estos días con las organizaciones independentistas – legales jurídicamente, por supuesto – que aspiran a romper con la unidad afianzada desde la Reconquista e incluso la división entre isabelinos y carlistas para conseguir sus ambiciones. Son situaciones que se dan con cierta frecuencia en el Planeta sin que su fracaso a la hora de analizar las ventajas incrementa los conflictos armados, las tensiones – estimuladas por los extremismos político — y la pobreza de los habitantes caídos en la tentación de la demagógica que instiga la tentación de volver a una diferencia tribal, a menudo e incluso en las sociedades más desarrolladas en que prima la ambición por afianzar la desigualdad.
Los españoles estamos atravesando una etapa delicada en estos tiempos en que los problemas variados que se están incrementando en todos los continentes. No es nada nuevo que algunos catalanes, vascos y gallegos – a quienes las consultas democráticas muestran minoritarios – exigen su independencia, algunos recurriendo a la violencia y el derramamiento de sangre para conseguirlo. Es triste recordarlo, todavía es muy reciente, como también es imprescindible la memoria de una guerra civil que no sólo dejó para la historia medio millón de muertes y división sino también cuarenta años de dictadura y represión.
Queda más atrás, aunque tampoco olvidados, el deleznable recuerdo del rey Fernando VI que regaló temporalmente la nación a la voracidad imperial de un foráneo que le mantenía prisionero. El ejemplo de las cuatro décadas de democracia que muchos celebramos es lamentable que algunos no lo valoren y, especialmente, de algunos políticos –en singular, mejor, algún político– esté dejándose vencer nada menos que desde la presidencia del Gobierno, por su ambición de poder a costa incluso de decisiones humillantes -que incluyen la ruptura de su propio partido centenario- que nos proporcionó la solidaridad que disfrutamos, a cambio de mantenerse en el poder con cargo a los cuarenta y ocho millones que convivimos desde hace ocho siglos.