Luis Ventoso-El Debate
  • El presidente catalán cada vez se parece más a Junqueras, al que debe el puesto, y proclama que «los ciudadanos tienen la última palabra y no los jueces». La jungla

El educadísimo Salvador Illa tiene 59 años y llegó hace justamente uno a la presidencia de Cataluña. Ganó las elecciones quedándose a 26 escaños de la mayoría absoluta y debe el poder al golpista Junqueras. El precio ha sido mantener todas la acometidas del separatismo contra el idioma español; romper la Hacienda estatal, creando una catalana que gestionará todos los impuestos allí, y lograr un «cuponazo» fiscal para Cataluña al estilo del vasco y navarro (bicoca inconstitucional que primará por todo lo alto a los catalanes a costa del dinero de los vecinos del resto de España).

Mi pronóstico es que Junqueras; uy, perdón, quiero decir Illa, se consagrará como presidente de Cataluña y en las próximas autonómicas logrará un resultado sensacional. ¿Por qué? Pues porque desde 1978 Cataluña ha estado gobernada por los nacionalistas –el PSC también lo es– y su forma de pensar ha impregnado a casi toda la sociedad.

Charlando a lo largo de los años con muchos catalanes de gran valía, que se sienten además muy españoles, me he encontrado casi siempre con algo que al principio me sorprendía. En cuanto se llegaba a la política, mi interlocutor de turno venía a decir que algo le debe España a Cataluña, que es necesario ofrecer «una solución» a la región, lo que durante un tiempo llamaban con pedantería «un encaje». El victimismo ha calado en la sociedad catalana e impera además un cierto aire de circunspecta superioridad. Mucha gente se cree todavía aquel topicazo mendaz que pintaba a los catalanes como «los europeos» de España frente a una recua de vividores con boina, botijo, palillo y siesta.

Illa se beneficiará también electoralmente de la milonga de «la desinflamación», mantra que enfatiza que la política de «diálogo» del PSOE y el PSC ha amansado a los separatistas. Si le das al tigre todo lo que quiere y permites que te arranque incluso un brazo, lógicamente la fiera se amansará (y también calará tu debilidad y un día te zampará entero). Sánchez e Illa han caído en un peligroso y desleal entreguismo, forzados a comprar apoyos a costa de España por su debilidad electoral. No han mostrado reparo alguno en mostrarse como unos felones ante los intereses generales de su país.

No se debe confundir la buena educación con la buena moral. Hay personas muy zafias que luego son rectísimas en su conducta. Y hay envoltorios correctísimos que esconden un peligro notable. Illa es de los segundos. Habla bajito, gasta un look a lo Clark Kent, de flequillo muy atusado y traje formal. No parece caer jamás en el exceso altisonante. Sin embargo, si se escuchan sus amables susurros con un poco de atención, se descubre que va soltando un montón de burradas. No sabemos si ha tomando la senda de construir un auténtico Estado catalán porque es rehén de los separatistas o simplemente porque en el fondo es lo que le gusta (mi teoría es que ambas cosas).

Illa está muy, muy sobrevalorado. Su currículo es pobre. Licenciado en Filosofìa, fue concejal de su pueblo y alcalde del mismo durante diez años. Pero no hablamos precisamente de Shanghái, pues La Roca tiene 11.000 vecinos. De la alcaldía pasó a vivir del PSC con un puesto en el Gobierno del tripartito. En 2009 intentó trabajar en la empresa privada, en una productora audiovisual. Pero al año siguiente ya estaba chupando de nuevo de carguitos del PSC, esta vez en el Ayuntamiento de Barcelona.

En enero de 2020, Sánchez lo nombró ministro de Sanidad, pues parecía un ministerio florero. Illa no tenía ni la más remota idea de la materia y su labor real en el Gobierno iba a consistir en ejercer de embajador ante el separatismo catalán. Pero se cruzó un cisne negro: el covid. La gestión de Illa y de aquel lamentable Simón, que ahí sigue, fue un desastre en todos los órdenes, con mentiras, desorganización y falta de previsión. Sánchez e Illa, al ver que el virus seguía matando en nuevas oleadas que ellos habían negado, pícaramente le traspasaron el problema a las comunidades autónomas. En enero de 2021, Illa desertó del barco en plena galerna y se piró como candidato a Cataluña.

¡Oh, el president Illa saluda al Rey! Los medios del régimen lo aplauden como un sensacional avance, cuando no es más que lo normal y elemental. Además, el buen Illa gasta unas formas santurronas. Pero a la hora de la verdad se está mimetizando con su captor, Junqueras. Incluso ya abre «embajadas» por el mundo con gran fanfarria, como hacía el hoy prófugo en Waterloo. La última en China, donde se ha ido de gira (por cierto, qué ridículas estas constantes rondas internacionales de nuestros pequeños mandatarios autonómicos, dándose pote de estadistas en países que no saben ni que existen sus regiones).

Hablando de la amnistía desde China, Illa ha lamentado que todavía no beneficia a todos los delincuentes (léase a Puigdemont). En Shanghai, en un corrillo con periodistas de su corte, ha dejado la siguiente perla contra el Supremo: «En una democracia, la última palabra la tienen los ciudadanos, y no los jueces». Y esa frase, aunque la suelte con toda su educadísima compostura, es una enorme burrada, amén de que calca el argumentario de Oriol y Puchi en los días de la republiqueta.

No, Salvador, no. Lo que has dicho es una gilipollez política, que de llevarse a cabo nos arrojaría de cabeza a la ley de la jungla. ¿Cómo se mide la opinión de los ciudadanos frente a la de los jueces? ¿Vas a organizar un referéndum para dar luz verde o no a cada decisión del Supremo? ¿Van a opinar solo los catalanes sobre la amnistía, que nos afecta a todos los españoles, porque así te place a ti? Cuando un mangui atraque un banco en Cataluña, ¿habrá que aparcar a los jueces para que sean los ciudadanos quienes tengan «la última palabra»?

Si el político nacionalista Salvador Illa tuviese un escudo de armas, el lema estaría claro: «Ni un mal gesto. Ni una buena acción».