Francesc de Carreras-El Confidencial
- Tengo razones para creer que estamos peor que en 2017. Y se las paso a enumerar
De vez en cuando, incluso bastante a menudo, algún amigo me pregunta por la situación política de Cataluña. «¿Mejor, verdad?», añade. Invariablemente, le respondo: «No, peor». Se sorprende: «Pero ¿por qué? Lo de 2017 ya pasó, los principales dirigentes independentistas fueron juzgados y condenados. Se les indultó para tranquilizar a la sociedad, ahora parecen portarse mejor. ¿No eres demasiado pesimista?». «Quizá sí —respondo—, me alegraría serlo, pero tengo razones para creer que estamos peor». Y se las paso a enumerar.
En primer lugar, eso de que el ‘procés’ está acabado no es cierto, mírese por donde se mire. Sigue vivo, muy vivo, adopta otras formas, ensaya otros caminos, pero los nacionalistas no son más moderados, el nacionalismo nunca es moderado, siempre quiere más, aprieta las clavijas hasta la victoria final. El atolondrado intento de 2017 era obra de fanáticos con escaso seso y ningún conocimiento de cómo funciona el mundo de hoy, en especial la Unión Europea. Se quedaron solos, tuvieron que replegarse momentáneamente, pero sin bajas apreciables, es más, con el ánimo renovado.
Por tanto, el proceso sigue: de golpe súbito se ha pasado a golpe lento, del imposible asalto al poder se vuelve a la fase de ‘nacionalización’ de Cataluña, a aumentar las bases del independentismo y desanimar a los contrarios, ir expulsándolos poco a poco. A la relativa ‘derrota’ de entonces le siguen sacando partido: victimismo, odio a España, desobediencia al derecho, superioridad moral del nacionalismo. Siguen controlando el Parlamento y el Gobierno de la Generalitat, la mayoría de los medios de comunicación, la escuela, buena parte de las instituciones de la sociedad civil, las zonas de la Cataluña rural. Conservan los nacionalistas la moral de victoria, el ímpetu del ganador. También la desfachatez.
Es sintomático lo sucedido en el Colegio de Abogados de Barcelona. Su Comisión Constitucional elabora un documento en el que condena, como no puede ser de otro modo en un foro jurídico, la declaración del Gobierno de la Generalitat —con posterior manifestación de apoyo encabezada por Aragonès— según la cual no debe acatarse la reciente resolución judicial que rechaza la famosa inmersión lingüística por ser contraria a la Constitución y al estatuto de autonomía. Todo ello, ¿recuerdan?, a raíz del famoso asunto del niño de Canet de Mar.
A los pocos días, unos 200 abogados de dicho colegio —entre ellos, los principales defensores en el juicio del Tribunal Supremo— acusan a la Comisión Constitucional de haber elaborado un documento meramente político, impropio de un colegio profesional. ¿Sostener que las sentencias deben cumplirse es una afirmación de carácter político? Asombroso. Eso lo sostienen 200 abogados de Barcelona, abogados que tendrán sus clientes, los cuales no se extrañarán de que quienes defienden sus intereses sean tan cínicos, no se les puede considerar ignorantes porque es imposible que sepan tan poco derecho. Una importante parte de la sociedad catalana da cobertura al nacionalismo, aun el más cutre e indefendible.
Esto último enlaza con otro factor: en estos momentos el nacionalismo no tiene oposición política. Ciudadanos ha desaparecido sigilosamente tras sus numerosos fracasos, el PP no levanta cabeza de momento y el PSC, que con Salvador Illa al frente suscitó alguna esperanza, imagino que está bloqueado por su oposición catalanista interna de siempre y, sobre todo, por la necesidad de Pedro Sánchez de conservar el apoyo de ERC y los comunes/Podemos en el Congreso de los Diputados para obtener las escuálidas mayorías parlamentarias que mantienen su precario Gobierno. Ayer mismo, con su habitual frivolidad, dijo Sánchez que «tenemos que superar el ‘procés» y para ello prepara una mesa de diálogo, no con los representantes de todos los catalanes, sino solo con los independentistas. Por lo visto, ‘superar’ es hacer concesiones. Una vez más. Y ERC ahora va de la mano de Bildu que, a su vez, marca las posiciones del PNV. ‘Superar’ acabará siendo ‘desintegrar’. Desintegrar la España constitucional, claro.
Illa acusaba a Inés Arrimadas de no haber hecho, en su momento, oposición: él tampoco la está haciendo. Dijo que se presentaría a la investidura, no se presentó. Dijo también que plantearía una moción de censura —obviamente inútil—, no la ha planteado. No digo que haga mal al no cumplir con estas promesas, solo digo que eran promesas demagógicas, sirvieron para engañar a incautos. Y acordémonos siempre de que en las pasadas autonómicas de 14 de febrero de este año, la participación efectiva fue del 51,29%, la más baja con mucha diferencia de todas las autonómicas catalanas desde los comienzos de la democracia. Pero los partidos permanecen impasibles: no entusiasman los independentistas, tampoco los que no lo son. En este espacio hay un enorme vacío político en la sociedad catalana que nadie sabe aprovechar. Hay desánimo, agotamiento, desilusión. Ningún partido suscita confianza. No hay oposición política.
Sí hay, en cambio, una vigorosa oposición cívica que denuncia constantemente las arbitrariedades de la Generalitat. Lean las páginas web de algunas asociaciones cívicas para comprobarlo. Me refiero a Sociedad Civil Catalana, Impulso Ciudadano, AEB (Asociación por una Escuela Bilingüe), la veterana Asociación por la Tolerancia, los jóvenes de S’ha Acabat. Detrás de cada una de ellas hay unas pocas personas admirables, honestas y combativas. Solo en estas asociaciones se puede confiar. Mientras, en el Parlamento, el dominio independentista es absoluto, más ahora con la ayuda de los comunes que afortunadamente se han quitado la careta de la ambigüedad y se muestran tal como son: partidarios de acabar con el régimen del 78, para lo cual necesitan la complicidad del independentismo.
Todo ello es lo que contribuye a mi pesimismo. En política, cuando las cosas siguen igual de mal, es que están peor, es que el tiempo se desaprovecha. Si, además, el Gobierno central parece dispuesto a complacer a la parte nacionalista de la sociedad catalana, la otra está desactivada y los independentistas en plena forma, verán las razones por la cuales no soy optimista. Y no ser optimista respecto a Cataluña es ser pesimista también respecto a España.