EL PAÍS – 05/08/15 – FERNANDO SAVATER
· En España son paradójicamente tiranos los que cumplen las leyes, no los que las desafían. Algunos están más preocupados por la reacción del Estado ante el plebiscito catalán que por este atropello al derecho a decidir de los ciudadanos.
Gane quien gane las elecciones generales, lo único que puede asegurarse es que tendremos un gobierno socialdemócrata, aunque se presente bajo otro rótulo ideológico. En Europa nadie se contenta con menos en lo social, pero tampoco quiere menos libertad en lo político. Como señaló Tony Judt, “la socialdemocracia es el discurso cotidiano de la política europea contemporánea”. De modo que los mas aviesos y traviesos liberales hablan al ponerse serios como socialdemócratas (sin dejar de hacer chistes sanguinarios contra ellos) y los comunistas mas dogmáticos también cuando quieren conseguir votos (sin dejar de considerarles blandos oportunistas y siervos del capital). Es un alivio que sea así.
Las democracias que forman la Unión Europea necesitan una reforma de su alianza en cuestiones esenciales como la inmigración o la garantía de los derechos sociales y, si se logra, serán los que piensan como socialdemócratas los que la lleven a cabo, se definan a sí mismo como tales o no. La UE se inventó para que nunca más hubiera nazismo y para que el comunismo no se extendiese más allá del telón de acero, de modo que es improbable que los herederos ideológicos de esas dos indeseables plagas sean los gestores más adecuados para encabezar su regeneración. Hace poco, viendo a Le Pen aplaudir y apoyar a Tsipras, hemos tenido prueba de ello.
La base necesaria para que la socialdemocracia pueda funcionar satisfactoriamente es la existencia de ciudadanos conscientes preocupados por lo común y lo público, dentro de un Estado lo suficientemente fuerte como para no consentir privilegios discriminatorios en su función protectora: es decir, que ampare el derecho a la diversidad pero impida la diversidad de derechos. Se logró más o menos durante la Guerra Fría y tras la caída del muro de Berlín, aunque fue decayendo después aceleradamente. Como también señaló Tony Judt, “la paradoja del Estado de bienestar, y de hecho de todos los estados socialdemócratas (y cristianodemócratas) de Europa, era simplemente que con el tiempo su éxito mermaría su atractivo”. Todo ello agravado por la creciente deuda de la crisis económica, la inmigración desesperada de quienes huyen de estados fallidos o inexistentes, etcétera.
La ciudadanía democrática se basa en el derecho a decidir de cada cual. Este derecho tiene como cauce y límite la ley constitucional que sustenta el Estado y es, obvio resulta decirlo, igual para todos. En España oímos cosas sorprendentes como que ninguna Constitución europea reconoce el derecho a decidir, cuando todas se basan en él, o partidos que proponen incluir ese novedoso derecho en el ordenamiento constitucional, o sea que proponen la revolucionaria idea de que los zapatos por fin se acomoden a los pies. Naturalmente, el derecho a decidir es meramente político, no prepolítico o suprapolítico. Por tanto, no depende de diferencias culturales, regionales, históricas, etcétera… ni se aplica a entidades colectivas superiores al ciudadano libre e igual a todos los demás.
Cuando uno dice que desde el punto de vista político no hay catalanes, ni vascos ni andaluces (ni mucho menos miniestados con voluntad propia como Cataluña, Euskadi o Galicia) despierta hoy el escándalo de quien niega la evidencia: ¿no es evidente que existen catalanes o vascos de identidad inconfundible? Pero también existen de manera inconfundible varones y mujeres, ateos y creyentes, negros, blancos y amarillos, pero nadie se escandaliza porque tales diferencias no se reflejen en formas de ciudadanía distintas. Son distintos, pero no políticamente distintos. La libertad del ciudadano, a partir de la ley compartida, es poder definirse como prefiera cultural, ideológica, estética o eróticamente: parecerse a quien quiera o diferir de todos. Pero ninguno, individual o colectivamente, tiene derecho a decidir por sí mismo y excluyendo a los demás sobre lo que afecta a todos.
Después de ver y oir a los socialistas en Cataluña y Euskadi, tras la vergüenza de Navarra y los pactos poselectorales, yo no votaría a Pedro Sánchez ni aunque se presentara solo a las urnas con todos los rivales encarcelados por corrupción. Pero tengo curiosidad por conocer esa reforma federal que promete y que, aunque nadie la reclama, está convencido de nos va a encantar a todos. Se parece a esos padres que explican al niño llorón lo bonito que es el kit de química recreativa que va a regalarle en lugar de la pistola de rayos laser que él quiere.
No faltan cuestiones que podrían tratarse en una reforma constitucional: recuperación de competencias estatales en Sanidad o Educación, supresión de la alusión arcaica e inconcreta a los “derechos históricos”, supresión de privilegios tributarios en el País Vasco o Navarra, reforzamiento explícito del laicismo en educación y demás áreas, etcétera… Pero me parece que ésas no son las que propone el señor Sánchez. Lo suyo suena más bien a blindar el control nacionalista sobre las partes de España que han decidido adjudicarse, pero rogando que a cambio de esa concesión no hablen de independencia…al menos en los próximos cinco años. Por cierto, lo del “hecho diferencial” es otra melonada: si A difiere de B, también B difiere de A. Parafraseando el lema de Rebelión en la granja, la novela de George Orwell, todos somos diferentes y no hay unos más diferentes que otros. Para eso está el Estado.
En España son paradójicamente tiranos los que quieren cumplir las leyes, no los que las desafían. Algunos parecen más preocupados por la reacción del Estado ante el pleibiscito separatista en Cataluña que por este mismo atropello al derecho a decidir de los ciudadanos. Me recuerda aquel desafortunado titular de este periódico tras los atentados del 11 de septiembre (“El mundo teme la reacción de USA”), como si el peligro no fuese el nuevo terrorismo global sino el cabreo de Bush.
Porque el “prusés” no es malo porque sea ilegal, sino que es ilegal porque es malo para la democracia. Y lo peor sería que el Gobierno estatal no hiciese nada efectivo para impedirlo. Algunos se inquietan: ¿suspender la autonomía? ¿y luego qué?¿encarcelar a Mas? ¿y luego qué? Preguntas parecidas se hacían en el País Vasco cuando se intentaba acabar con el doble juego de los que pretendían a la vez estar en el Parlamento y apoyar a ETA. ¿Ilegalizar Herri Batasuna? ¿Y luego qué? ¿Encarcelar a la mesa nacional de HB? ¿Y luego qué? Pues luego ETA renunció a la lucha armada.
EL PAÍS – 05/08/15 – FERNANDO SAVATER