Alberto López Basaguren-El Correo
- Es imprescindible resolver el problema de la financiación de Cataluña. Pero hay que hacerlo solucionando el de la financiación territorial, en su conjunto
Los sistemas federales, en la normalidad, suelen requerir un proceso casi continuo de perfeccionamiento que hace habituales las reformas constitucionales, expresas o no. La reforma, por otra parte, es indispensable cuando hay que afrontar crisis -como la secesionista- que niegan la idoneidad del sistema. Los países que han tenido éxito en este reto lo han logrado asumiendo la iniciativa de la reforma desde las instituciones y partidos centrales del sistema, enfrentándose a los problemas reales del modelo que llevaron a una parte importante de la sociedad a respaldar la propuesta de ruptura, pero garantizando la coherencia interna y la estabilidad del sistema territorial.
No es, sin embargo, la vía por la que caminamos. Por su singular proceso de creación, nuestro sistema autonómico tiene problemas y carencias que requieren reformas para asegurar su buena salud. Por si fuera poco, los retos planteados por los nacionalismos territoriales hacían de la reforma un elemento indispensable. Sin embargo, los dos partidos centrales del sistema llevan decenios instalados en la indolencia, incapaces de tomar la iniciativa de la reforma. El resultado es enormemente arriesgado: los partidos que fracasaron en la estrategia secesionista han tenido y tienen la iniciativa.
Hay dos elementos que, especialmente, permiten entender la situación. Por una parte, la estrategia socialista para acceder y mantenerse en el Gobierno, que lo subordina a las exigencias, fundamentalmente, de esos partidos. Por otra parte, la estrategia popular, en la que destaca la despreocupación histórica respecto al desarrollo del sistema autonómico; absolutamente incomprensible en un partido de Gobierno, más aún cuando está al frente de una amplia mayoría de territorios. Parece incapaz de superar sus rémoras históricas, como si aceptase a regañadientes un sistema que siente ajeno, pero en el que actúa plenamente y en el que logra grandes réditos políticos. Estas estrategias fraguan en el contexto de la extrema polarización y la incomunicación entre ambos partidos.
De esta forma, el horizonte del sistema autonómico aparece sombrío, poblado de negros nubarrones. La propuesta de financiación singular para Cataluña es ejemplificadora. El sistema de financiación -que no está caducado- está necesitado de una reforma que garantice suficiencia financiera a los territorios y resuelva, entre otros, los desajustes introducidos, de común acuerdo, por PP y PSOE en 2009. La ley establece que debía ser revisado transcurridos cinco años. Desde entonces han pasado once más sin que los dos partidos hayan afrontado su revisión; ni gobernando uno ni gobernando el otro. Es esta desidia la que ha dado fuerza a la reclamación de financiación singular para Cataluña.
El sistema de financiación es una de las columnas vertebrales sobre las que se sostiene el sistema autonómico. La equidad en el tratamiento de todos los territorios es un elemento capital de su estabilidad, debiendo estar plenamente justificados los elementos de singularidad que repercutan en la financiación, como muestran los sistemas federales más solventes.
Por eso es indispensable que la reforma del sistema de financiación se resuelva de forma adecuada. Es imprescindible resolver el problema de la financiación de Cataluña. Pero hay que hacerlo resolviendo el de la financiación territorial, en su conjunto. De no hacerlo así, el sistema autonómico fracasará y no garantizará la integración territorial. Y si eso ocurre, se pondrá en riesgo la estabilidad del sistema democrático en su conjunto. PP y PSOE tienen a su alcance evitarlo.
Es sorprendente que, para justificar como «federal» la financiación singular que se propone, se recurra al tópico de que hay tantos federalismos como países federales en el mundo; estaríamos, simplemente, configurando nuestro particular sistema federal. La necesidad de adaptarse a las condiciones de cada país no puede justificar la introducción de elementos incompatibles con los fundamentos de un sistema federal saludable y robusto, porque quita todo valor a la etiqueta federal.
Hay que preguntarse si nuestro objetivo es configurar un sistema federal que garantice una sólida integración y estabilidad democrática, a la suiza, la alemana o la canadiense, por ejemplo, o si con un sistema como el de Etiopía o Nigeria, por ejemplo, igualmente catalogados como federales, deberíamos considerar alcanzado nuestro objetivo.