PEDRO CRUZ VILLALÓN-EL PAÍS

  • La sociedad española, de manera general, asume y vive los valores de la Ley Fundamental. Pero lo que demuestra cada día es que no ejerce la inexcusable vigilancia del respeto que aquella merece

Concediendo que la Constitución adolezca de todos los defectos que se le quieran atribuir y de todos los vicios que se le quieran imputar, siempre tendríamos que responder con algún desparpajo que es “nuestra” Constitución. Pero sin llegar a tanto: con independencia de sus deficiencias originarias y de sus vicios adquiridos, la Constitución aprobada en referéndum en un cada vez más lejano 78 continúa siendo nuestra Ley Fundamental. Resulta oportuno indagar un poco acerca de lo que esto implica a la vista de las complicadas circunstancias que en el momento de su nuevo aniversario la Constitución atraviesa. Pues la cuestión ahora planteada no es tanto la de estar incondicionalmente de su lado cuanto, mucho más sencillamente, la de no dejarla caer de forma estúpida. Y, si a pesar de todo se la deja caer, que al menos no sea así por pura ignorancia.

Por empezar con lo más evidente: vivimos bajo una Constitución digna de su nombre porque la Constitución de 1978 se ha mantenido desde ese año ininterrumpidamente vigente. Con esto no se quiere excluir la hipótesis de que una Constitución diferente no hubiera podido alcanzar el mismo resultado, o incluso uno mejor. Lo que sí se quiere resaltar es que, en el terreno de los hechos, es esta Constitución la que ha venido dando soporte a nuestro régimen de libertades y, se puede añadir, que de modo razonablemente exitoso.

El resultado es que la sociedad española puede ser hoy día justamente caracterizada como una sociedad constitucional, es decir, como una sociedad que, de manera general, asume los valores de la Constitución, que vive estos valores y que, de la misma manera, se rige por pautas acordes con los mismos. Expresado de otra manera, España se manifiesta hoy día como una comunidad política que se desenvuelve desde hace más de una generación en un marco de libertades constitucionales y de activa participación ciudadana en los asuntos públicos. Esta condición constitucional alcanzada de forma general por la sociedad española representa un logro colectivo cuya relevancia no cabe infravalorar. Siendo esto generalmente aceptado, menos conciencia existe acerca del protagonismo de nuestra Ley Fundamental en la consecución del referido logro.

La progresiva transformación de nuestra sociedad con arreglo a las pautas de una sociedad constitucional ha sido el primero y acaso el mayor de los méritos de esta Constitución. Cierto que el mérito es primero que nada de la propia sociedad, pero el vehículo y el soporte indubitado de este radical cambio en positivo ha sido esta Constitución de 1978, y de ella es también el mérito. Es ella la que ha encuadrado en términos jurídicos y políticos el proceso de consolidación de las libertades públicas, de asentamiento de las instituciones de nuestra democracia y de cristalización de unas indefinidas nacionalidades y regiones en tanto que sujetos de autonomía política. Sólo por eso ya se justificaría el haber hecho festivo cada 6 de diciembre.

Pero sería un error pensar que todo esto es ya así por la propia naturaleza de las cosas, sin posibilidad alguna de vuelta atrás. Sería un error considerar que la Constitución de 1978 ya cumplió su cometido histórico habiendo llevado a efecto la transformación social y política antes aludida, como si de una especie de andamio constitucional se tratara, dispuesto a ser ya alegremente desmontado. Con esto no se está descalificando de entrada una operación de puesta en marcha de reformas constitucionales desde hace tiempo debidas, dicho sea con plena conciencia de la dificultad de la empresa a cuenta de una combinación casi fatal de política y derecho. Más bien, se trata de prevenir frente a una deslegitimación apriorística de la Constitución vigente en un desacertado, si no irresponsable, ejercicio de acoso y derribo. Sobre todo, y más en positivo, la tarea ahora pendiente es la de mantener las condiciones que posibiliten la apertura de un debate lo más amplio posible sobre el futuro de nuestra Constitución, capaz de generar el consenso social suficiente acerca de lo que debe mantenerse, y lo que corresponde ser reformado. Es aquí donde nuestra sociedad acaso manifieste un problema de falta de madurez constitucional.

Puede parecer formalista, pero las comunidades políticas comparables a la nuestra necesitan todas de una ley de cabecera que diga las palabras básicas a las que remitirse como sociedad constituida. En el caso de la nuestra hay la difusa percepción de que disponemos de una Constitución normativa, sin necesidad de estar familiarizados con este tecnicismo. Quiere decir que tenemos una Constitución cuyas palabras no son vanas, sino que en buena medida están aseguradas por medio de las instituciones en ella previstas: el legislador democrático, la justicia constitucional, por no alargar la lista. Se tiene, por vía de ejemplo, la noción fundada de que nadie va a ser arbitrariamente privado de libertad, tanto menos como consecuencia del ejercicio de las libertades públicas. Somos una sociedad constitucional, y difícilmente toleraríamos que las cosas pudieran ser de manera diferente. Sin embargo, mucho menos conciencia parece haber acerca del decisivo papel que desempeña algo tan frágil en apariencia como el texto legal sobre el que todo esto se construye. Es ahí donde encuentran fundamento las instituciones situadas en un escalón superior de la vida pública: los jueces, los de la constitucionalidad lo primero, la jefatura del Estado también, más allá de lo que la Monarquía guste, o no guste, entre otras. Resulta ilusorio pensar que el destino de nuestra sociedad como sociedad constitucional se halla por encima de las venturas y desventuras de nuestra norma constitucional.

Este es posiblemente el problema. Nuestra sociedad, con todos sus hábitos constitucionales, está lejos de haber situado a la Constitución en el lugar estratégico que le corresponde. Insistiendo en lo mismo: siendo la nuestra una sociedad constitucional, como día a día lo demuestra, no lo está siendo tanto en lo que se refiere a la inexcusable vigilancia del respeto que la Constitución merece. Se muestra más bien como una sociedad que, en el ejercicio de las libertades públicas, incurre en una selectividad negativa, vale decir, una actitud que la lleva a comportarse en este punto con una pasividad que tiene algo de suicida. Así parece al menos si nos atenemos a la notable indiferencia con la que, de forma generalizada, contempla los sucesivos embates a los que la Constitución viene desde algún tiempo siendo sometida. Lo evidencia de forma inconcusa el papel secundario que en los momentos electorales desempeña el escrutinio del comportamiento constitucional de nuestros responsables públicos, sean poder u oposición. Son comportamientos que ni se premian ni se castigan en las urnas, desde luego no de forma apreciable.

En una singular ocasión, Francisco Tomás y Valiente invocó uno de los fragmentos atribuidos a Heráclito: “El pueblo debe defender sus leyes lo mismo que sus muros”, es decir, los muros que permiten a la ciudad existir físicamente. El aforismo, puesto en boca del juez constitucional, adquiere particular significado: hay, o debiera haber, un último baluarte de la Constitución que no es un tribunal de justicia, o cualquier otra magistratura de la república. A falta de ese último baluarte enraizado en la sociedad, el riesgo es que un día nos despertemos con la sorpresa de que los muros se han venido abajo. Sin saber.