Fernando García de Cortázar, ABC, 14/7/12
«Esa Europa que nos aprieta exigiendo que corrijamos nuestras cuentas públicas parece dispuesta a permitir que nuestros impuestos sirvan para compensar los abusos que, al parecer, nuestro Estado de Derecho ha cometido con los terroristas»
EN aquellas circunstancias, en las que nos topamos con los aspectos más sombríos de la condición humana, la agudeza de Oscar Wilde nos proporciona casi siempre el brillante aforismo, la sentencia breve en la que se resuelve nuestra perplejidad. «Los cínicos son aquellos que conocen el precio de todo e ignoran el valor de cualquier cosa; los sentimentales son quienes saben el valor, pero desconocen el precio». Cuando se trata de objetos, el valor es algo que nosotros podemos establecer. Cuando se trata de vidas humanas, esta operación carece de sentido. La vida es una finalidad en sí misma, que no depende de nuestro arbitrio, de nuestra libertad de decisión. La vida de los otros no es una mera extensión de nuestra voluntad, sino la encarnación de un ser completo, para el que el mundo es un haz de posibilidades de realización. Esto es lo que nos ha indicado nuestra cultura desde hace dos mil años. Esto es lo que la violencia terrorista, encaramada en su jactanciosa quiebra de todo principio moral, ha fracturado en nuestra historia más reciente. Por ello, el terrorismo nunca ha sido una dolencia de nuestra civilización, sino el territorio en el que esta termina.
Si agotadora ha sido nuestra relación obligada con quienes se adueñaron de nuestra posibilidad de vivir, de quienes nos sometieron a una existencia precaria, no menos frustrantes han sido los esfuerzos por superar ese escenario mediante intentos de negociación, diálogo y ofertas de compensaciones políticas a quienes se decidieran a abandonar las armas. Esos tiempos de conversación entre los verdugos y quienes, de forma harto abusiva, decían ser representantes institucionales de las víctimas han constituido uno de los episodios de mayor indolencia moral de nuestra vida en común. Porque nuestra existencia compartida ha sido incautada por la vigilancia de quienes podían interrumpirla en cualquier momento, condenada al oprobio de un régimen de libertad condicional, que dependía de la libertad absoluta de los asesinos. Su libertad necesitaba de nuestra esclavitud. Su realidad precisaba de nuestra posible aniquilación. Su orgullo se nutría de nuestra humillación. Su patológica alegría se ensanchaba con la amplitud de nuestro dolor.
Hemos hablado tantas veces de estas cosas, hemos llegado en tantas ocasiones a lo que creíamos el corazón de las tinieblas, que nos parecía que el tema se había agotado ya, que las cosas estaban claras. Pero no es así. Hace unos meses, podíamos descubrir que el crimen aún puede ser objeto de un debate al que se invita a los asesinos, que embadurnan la conciencia de todos con sus alusiones a enloquecidos proyectos justificativos. Ahora, la sentencia del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, exigiendo la puesta en libertad y la indemnización de 30.000 euros para Inés del Río, condenada por los crímenes cometidos por el comando de ETA del que formaba parte, nos obliga a
Dasomarnos a ese lodazal ético a cuya malvada consolidación han contribuido opiniones insensatas e imprudentes. Esa Europa que nos aprieta exigiendo que corrijamos nuestras cuentas públicas parece dispuesta a permitir que nuestros impuestos sirvan para compensar los abusos que, al parecer, nuestro Estado de Derecho ha cometido con los terroristas. Como se hacía en el antiguo Oeste, se ha puesto precio a los asesinos: ahora sabemos el precio de su tiempo de reclusión excesiva. Ahora sabemos lo que cuesta cada día de su libertad. ejando a un lado la dudosa aplicación en nuestro ordenamiento jurídico de la sentencia de Estrasburgo, quiero gritar lo que a cualquier ciudadano decente se le está ocurriendo desde hace mucho tiempo. En Estados Unidos, y a causa de un sistema penal que en nada vulnera los derechos de los acusados, quien mató a Robert Kennedy lleva cuarenta y cuatro años en prisión. Quien acabó con la vida de John Lennon en diciembre de 1980 no se ha movido de la cárcel desde el instante en que segó la vida del músico. Nuestro sistema penal es lo bastante misericordioso como para no condenar a muerte a quienes dictaron y ejecutaron esa misma sentencia. Bestias de un mundo salvaje, que carecen incluso de la inocencia de los animales, han aprovechado nuestro sentido de la civilización para sobrevivir y quieren hacerlo comparecer para vivir en libertad. Por el tiempo de esa vida libre que se les ha arrebatado, son capaces de traducir a papel moneda el valor de cada uno de sus días.
Nosotros hablamos en otro idioma, que corresponde al de la cultura milenaria que los terroristas nunca han querido asimilar, pero que les parece un oportuno espacio de ganancia. No hay alternativa entre la bolsa y la vida. En su desquiciada imagen de la condición humana, ellos se quedan con ambas. En su feroz consumo de nuestras garantías constitucionales, ellos pueden exigirnos su propia lectura de unas leyes que siempre consideraron un montón de ridículos principios. No ha sido nuestra compasión la que nos ha hecho renunciar a la pena de muerte, sino nuestra cultura, nuestra imposibilidad de matar ni siquiera por delegación, nuestra obediencia a un sentido moral indescifrable para los terroristas.
Podríamos ironizar señalando cuántos euros cuesta, según el Tribunal de Estrasburgo, el tiempo de vida de las veintitrés personas aniquiladas por el comando Madrid. Podríamos sumergirnos en la inmundicia de una negociación sobre el precio de cada uno de los actos que habrían formado la existencia de los asesinados. Podríamos cuantificar el dolor, regatear sobre la cuota de un futuro desmantelado. Pero nosotros no podemos poner precio a vida alguna, porque estamos demasiado ocupados midiendo el valor de las que nos quitaron. Somos esos ingenuos sentimentales que, desde la raíz de nuestra creencia en la sagrada calidad de la persona, sufrimos la ausencia de quienes vieron su vida cancelada. Zubiri consideraba que la vida humana es permanente posibilidad, que se nos ofrece para que nos proyectemos sobre la diversidad de opciones que nos proporciona. Muchos españoles perdieron algo más que lo que habían sido. Se les quitó la posibilidad de ser aquello en lo que consistimos radicalmente, que no es solo nuestra experiencia, sino la esperanza de nuestro futuro. Arrebatar la vida es algo más que concluirla: es no dejarla ser del todo, es frustrarla, es dejar un interrogante atroz sobre aquello que los asesinados habrían llegado a ser en su futuro ultrajado, en la profanación de su derecho a continuar viviendo. Ese es el valor que damos a nuestra pérdida: un valor incalculable por la ausencia de quienes podían haber cumplido su proyecto vital, y vieron cómo les era arrancado su futuro. Nos quitaron a nosotros mismos lo que ahora podrían ser recuerdos de una vida compartida.
Esas vidas tienen el valor que les proporcionamos desde nuestra supervivencia. Nosotros fuimos más afortunados y debemos velar por la dignidad de los ausentes. Aunque parezca mentira, nuestra puesta en guardia está justificada. No obedece a que tanto dolor nos haya sumido en una pérdida de nuestra serenidad ni en el desguace de nuestra lucidez. Se trata de algo tan sencillo como de ser justos, incluso de ser piadosos, cuando es tan grande la distancia entre la gravedad del crimen y la envergadura del castigo. Por ello, el repugnante espectáculo al que hemos asistido estos días solo nos permite aliviarnos con una reiteración de la calidad de las víctimas. Su vida tenía valor. La de los verdugos solo tiene precio.
Fernando García de Cortázar, ABC, 14/7/12