Jesús Cacho-Vozpópuli
El 2 de febrero de 2017, el Congreso tomó en consideración una Iniciativa Legislativa Popular (ILP) planteada por los sindicatos CCOO y UGT para el establecimiento de una prestación de ingresos mínimos de 426 euros destinada a socorrer a 2,4 millones de personas. En noviembre del mismo año, el presidente de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (Airef), el entonces “independiente” José Luis Escrivá, compareció ante la Comisión de Empleo y Seguridad Social para analizar la posible aplicación en España de una renta mínima universal. Tras su intervención, los grupos parlamentarios solicitaron de la Airef la realización de un estudio sobre los programas de ayuda a la pobreza existentes en el país y su calificación en términos de eficacia, coste fiscal y posibles efectos sobre el mercado laboral, entre otras cuestiones. Finalmente, el 2 de marzo de 2018 el Gobierno Rajoy encargó a la Airef la realización de dicho estudio.
Fue así como en junio de 2019 la Airef publicó el informe ‘Los programas de Rentas Mínimas en España’, en el que, a lo largo de 160 páginas, analizaba las distintas ayudas y destripaba la ILP sindical. A diferencia de lo que ocurre en la mayoría de países europeos, España no cuenta con una prestación que cubra el riesgo general de pobreza. Nuestro sistema de garantía de ingresos mínimos es el resultado de la agregación de prestaciones diversas ofrecidas por el Estado, las Comunidades Autónomas (CCAA) y los propios Ayuntamientos. Su eficacia en términos de redistribución es escasa, así como su efectividad a la hora de reducir la pobreza. Refiriéndose en concreto a la ILP, el estudio aclaraba que apenas lograría reducir un 27,6% la tasa de pobreza extrema, algo que achacaba a los requisitos para acceder a la prestación, entre los que citaba como más importante la necesidad de estar inscrito como demandante de empleo al menos durante los 12 meses anteriores a la solicitud.
También criticaba el estudio el mal diseño institucional de la prestación, puesto que la ILP se solaparía con programas existentes tanto a nivel nacional como con los de rentas mínimas autonómicos, ignorando las ayudas sociales prestadas por los Ayuntamientos. La propuesta sindical, además, no definía los sistemas de gestión, seguimiento y evaluación, lo cual es un sinsentido en términos de control de las políticas públicas. El estudio estimaba un coste fiscal de la ILP para 2017 de más de 7.000 millones, con máximos de 11.000 en situaciones de crisis graves y prolongadas como la que ahora hemos padecido con el coronavirus, cifras a las que habría que añadir un “efecto llamada” que incrementaría la cuenta en unos 2.600 más. Desde el punto de vista de la eficiencia, pues, la ILP resultaba una medida demasiado cara en relación a su escasa capacidad para reducir la pobreza severa, mucho más si se tomaba en consideración la situación de un déficit estructural y una deuda pública cercana al 100% del PIB, por lo que “cualquier nueva prestación debería enmarcarse en una estrategia fiscal a medio plazo de sostenibilidad de las administraciones públicas”, en opinión de Escrivá.
Todo estaba y está en ese estudio sobre ‘Los programas de Rentas Mínimas en España’ de la Airef, lo que explica las reticencias iniciales de Escrivá y su insistencia en pedir un análisis sosegado de esa renta mínima que Iglesias ha querido introducir a uña de caballo
Pero quizá la crítica más consistente a la propuesta sindical radicaba en su capacidad para desincentivar la participación de los beneficiarios en el mercado laboral, hasta el punto de que casi el 60% (59,6%) de los trabajadores sociales encuestados en el estudio opinaba que “este tipo de programas desincentiva la búsqueda de trabajo”. Las ayudas dan sensación de estabilidad, elevan la autoestima, y ayudan a paliar estigmas sociales, pero desde el punto de vista del mercado laboral, que es para lo que básicamente deberían estar pensadas, para reinsertar en el mercado de trabajo a quien está en paro, son un obstáculo serio, especialmente cuando una de las condiciones para su prestación es ser desempleado, y más en un país como España donde cualquier trabajador en paro puede rechazar hasta tres ofertas de empleo y seguir cobrando el seguro, ello porque el funcionario de turno no se atreve a sancionar al que las rechaza.
De modo que todo estaba y está en ese estudio sobre ‘Los programas de Rentas Mínimas en España’ de la Airef, lo que explica las reticencias iniciales de Escrivá, una vez convertido en ministro, y su insistencia en pedir un análisis sosegado de esa renta mínima que el vicepresidente Iglesias ha querido introducir a uña de caballo para utilizar como arma política con la que crecer electoralmente entre los destrozos provocados por la pandemia. Sorprende, por eso, que el “serio” y “ponderado” Escrivá, que aspira a sustituir a Nadia Calviño al frente de Economía, se haya lanzado por la quebrada del Ingreso Mínimo Vital (IMV) aprobado el miércoles en el Congreso sin haber resuelto los interrogantes planteados en su informe: sin tomar decisión alguna sobre el solapamiento -inaceptable en un país con los problemas de déficit y deuda reconocidos en su informe y agravados por los efectos de una crisis que ha colocado a España de rodillas a la puerta de la UE en demanda de ayuda financiera- con el resto de programas, particularmente con los de rentas mínimas de las CCAA; reduciendo su coste fiscal muy por debajo de las estimaciones de la propia Airef; ignorando las consecuencias sobre el mercado de trabajo; callando sobre el potencial “efecto llamada” del programa; y sin concretar nada sobre la gestión del mismo, asunto que el Gobierno pretende encasquetar a los Ayuntamientos sin instrucción previa de ninguna clase ni evaluación de su coste.
Efectos sobre las cuentas públicas
Es evidente que España, y más en las actuales circunstancias, no puede seguir sin un programa destinado a paliar la pobreza similar al existente en la mayoría de países de la Unión, pero eso no justifica un proyecto apresurado que hace tabla rasa con las advertencias y recomendaciones de una Airef cuya obligación, conviene recordarlo, es “velar por el estricto cumplimiento de los principios de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera recogidos en el artículo 135 de la Constitución”. El decreto del IMV pasó el miércoles por el Congreso sin ningún voto en contra, listo para ser tramitado como proyecto de ley por el procedimiento de urgencia, con el respaldo del PP y la abstención de Vox. La presión ambiental es tan fuerte, que quien hoy se oponga a una medida de este tipo, destinada en principio a socorrer las situaciones más urgentes, corre el riesgo de ser considerado una especie de criminal en potencia que desea la muerte de los más pobres, no importan los problemas de diseño de la medida ni sus potencialmente perversos efectos sobre las cuentas públicas.
Todo pendiente de lo que suceda en el Consejo Europeo del próximo viernes y en el más importante del mes de julio, donde comenzarán a perfilarse las ayudas que recibirá España, sin duda condicionadas a la adopción de determinadas medidas de consolidación fiscal
Situación especialmente delicada la del PP, que ha dado su visto bueno al decreto en la esperanza de poder introducir durante su tramitación parlamentaria las consideraciones insoslayables que un partido de centro derecha, sobre cuyos votantes, procedentes en gran medida de las clases medias, va a recaer el esfuerzo fiscal de esta medida, porque en definitiva ellos van a ser quienes paguen la cuenta, está obligado a poner sobre la mesa: en primer lugar, y en una especie de enmienda a la totalidad, la puesta en marcha de un único programa nacional contra la pobreza severa, enmarcado en ese plan de consolidación fiscal del sector público que Escrivá reclamaba al Gobierno Rajoy antes de ser nombrado ministro por Pedro Sánchez, que debería ir acompañado por la desaparición, salvo excepciones tan puntuales como justificadas, de todos los demás programas de rentas mínimas y/o ayudas existentes en las distintas administraciones públicas, y que naturalmente debería contar en su diseño con las garantías de gestión apuntadas en el estudio de la Airef, incluyendo la creación de esa “tarjeta social única para garantizar la transparencia, la sostenibilidad y el rigor en el sistema de ayudas”, adelantada por el propio PP.
En segundo, la exigencia explícita, en tanto en cuanto la urgencia de la situación causada por la pandemia lo hiciera insoslayable y en ausencia de ese programa nacional único, de considerar el IMV aprobado el miércoles como una medida temporal, no indefinida, y desde luego no consolidable en los pasivos del Estado a largo plazo. El riesgo de un IMV de carácter indefinido y compatible con otras ayudas autonómicas o locales radica en crear una bolsa de beneficiarios instalados de forma permanente en las rentas mínimas, operando de espaldas al mercado de trabajo y con un pie puesto en la economía sumergida, en definitiva en el fraude, algo que debería evitar por todos los medios cualquier Gobierno respetuoso con el dinero del contribuyente. Sin olvidar que un IMV indefinido se convertiría en objeto del chalaneo de los partidos políticos en campaña electoral, en línea con lo que viene sucediendo con las pensiones. En tercer y último lugar, la desaparición de la ayuda convertida en norma cuando el beneficiario de la misma rechace injustificadamente una oferta de trabajo y de forma automática cuando lo haga por tercera vez consecutiva.
Sobre la suerte del programa entero pende la espada de Damocles de la crítica situación de las cuentas públicas, con la UE convertida en el salvavidas que debe permitirnos vadear las procelosas aguas de esta enorme crisis. Todo pendiente de lo que suceda en el Consejo Europeo del próximo viernes y en el más importante del mes de julio, donde comenzarán a perfilarse las ayudas que recibirá España, ayudas sin duda condicionadas a la adopción de determinadas medidas de consolidación fiscal en términos de déficit y deuda pública. Hacer entender a la izquierda española que no hay mejor forma de acabar con la pobreza que creando empleo, es decir, favoreciendo el crecimiento con políticas adecuadas, es casi misión imposible, aunque es probable que la Unión se lo haga entender en los próximos meses. La letra, con sangre entra. En realidad la UE se ha convertido en nuestra última, y casi única, esperanza de salvar no ya nuestras finanzas, sino nuestra democracia.