Rafael García Rico, LA ESTRELLA DIGITAL, 25/7/2011
Hoy tengo más miedo que nunca porque tengo la impresión de que quienes nos rodean en un día cualquiera, con quienes compartimos el pan de la política y la cultura y el vino de la sociedad y las instituciones, engendran con frialdad pasmosa, atrevimiento incomprensible y una terrible ignorancia el fanatismo de la secta y el odio que sirve de lema a todo lo que gusta distinguirse del resto con aires de superioridad.
Fabricar odio es una tarea sencilla: basta con aplicar dosis de miedo y de culpa en proporciones similares. Los complejos nos irritan y nos vuelven irascibles frente a los demás. Nos asusta la ironía que no comprendemos, y sospechamos de los que nos rodean cuando no se ajustan al perfil moral de nuestros principios. Da igual el lugar, el color, el tamaño, la dimensión o el estado de la cuestión. Basta con agitar suavemente los ingredientes y esperar a que alguien, o algo, suficientemente racional, tenga la capacidad para aplicar la fórmula con eficacia.
No hay demencia en el odio aplicado, hay una inteligencia maligna que piensa en las proporciones del daño con frialdad y exigencia. El odio mueve al rencor, que es lo mismo cuando este late de forma continua, sostenida y levemente, con una constancia terrible. El odio es la expresión del rencor y el rencor hace crecer el odio. Se retroalimentan, se identifican, se fortalecen con la misma sustancia malvada que los crea, y es difícil, a veces, distinguirlos entre la oscuridad y la turbia zafiedad de una sociedad que se desangra por el aburrimiento y el desinterés frente al abuso de la liturgia de la crispación.
El odio, la ira, el rencor, crecen monstruosamente cuando nos adormecemos, cuando la vida se anestesia y la fatalidad se asimila como un hecho natural. “Para que triunfe el mal basta con que los hombres buenos no hagan nada”, dejó escrito Burke en su famosa sentencia sobre la condición humana. Pero no es la impasibilidad lo que provoca su éxito, es la actitud de zozobra, el abandono a las circunstancias, su aceptación como un hecho inexorable lo que destruye al bien que impide luchar contra el odio.
En estos días conviene tener una visión templada de los acontecimientos de Noruega, en los que han muerto tantas personas, entre ellas una multitud de jóvenes socialdemócratas de menos de veinte años porque eran la semilla de su ideología para el futuro, en palabras del criminal asesino que los ha ejecutado, consciente y sereno, que realizó la matanza, pretendiendo un exterminio en la raíz de una ideología; aplicando, así, el mismo principio que un su día se usó por Herodes en la Biblia o por Hitler en la Segunda Guerra Mundial.
Esto es importante porque para algunos el terror allí sembrado ha servido de excusa para abrir un estúpido debate acerca de las cosas de acá, un debate atrofiado en su origen por su espurio interés y su irrazonada naturaleza, en el que ni pienso participar y que no amplificaré con mis palabras para evitar así que crezca el rencor, el mismo que alimenta el odio y que conduce a la tragedia, también entre nosotros. Lo mismo recomiendo a quienes, cubiertos ya de gloria por sus palabras, deberían comenzar a guardar silencio y respetar, aunque sea por una vez, a los que sufren y que no bailan al son de sus consignas.
Es hora, quizá, de sopesar algunos valores que deberían alzarse con cierta fortaleza por encima de otros, de cuya pobreza espiritual da buena cuenta el resultado al que conducen: la destrucción y la muerte. No creo que sea una cuestión moral, o ética, aunque de eso se trate también, sino simplemente de una cuestión de supervivencia de nuestra especie en un mundo finito de posibilidades, en el que la tradición nos enseña que suele ganar aquella que produce más rabia e ira y que conduce inexorablemente al caos y a la autodestrucción.
No creo que esto tenga ya nada que ver con la política, a la que trasciende en mucho. Ni quiero pensar en la política para hablar de estos asuntos, sino de algo que tiene que ver con nuestro comportamiento como seres humanos, con nuestra cultura como civilización, con nuestra naturaleza como especie. No me interesa, pues, el cristal político con el que se mira el crimen atroz.
Hoy tengo más miedo que nunca porque tengo la impresión de que quienes nos rodean en un día cualquiera, con quienes compartimos el pan de la política y la cultura y el vino de la sociedad y las instituciones, engendran con frialdad pasmosa, atrevimiento incomprensible y una terrible ignorancia el fanatismo de la secta y el odio que sirve de lema a todo lo que gusta distinguirse del resto con aires de superioridad.
Cuidado con el huevo de la serpiente. Se incuba entre nosotros.
Así que me limito a hacer lo que deberíamos hacer todos, lamentar el sufrimiento de las víctimas y comprender el dolor de las familias noruegas, dar calor a quienes comparten con ellos el compañerismo de sus ideas y el de sus sentimientos y abrazar, abrazando así la única esperanza, a todos aquellos que siguen buscando la inspiración en el dialogo, la paz, la libertad y la tolerancia.
Descansen en paz.