GABRIEL ALBIAC-EL DEBATE
  • El poder no conoce el vacío. Y allí donde el Estado no llega con sus codificadas reglas, hay siempre otro –u otros– que llenarán el espacio: mafias, sectas, partidas de matarifes, delincuencias varias

El presidente del Gobierno español anunció anteayer en el Parlamento su intención de aniquilar a los medios de prensa no suficientemente afines. A él y a su esposa. Y a mí, nada del presente me vino a la cabeza. Sólo una película que vi por primera vez siendo un chaval. Que he vuelto a ver infinidad de veces.

En ella, John Ford no hace de Dutton Peabody un personaje heroico. Aunque, bien a su pesar, se vea obligado a serlo. Él había decidido ser sólo un jovial borrachín, en quien el espectador atisbaba el cúmulo de desarraigos que lo arrojaron a ese poblacho perdido en el último recodo del Oeste. Allí escribe, imprime y distribuye la irrisoria hoja de papel sobre la cual él pone la litúrgica –y un tanto cómica– solemnidad de quien reitera un acto sagrado. Pero el «Shinbone Star», ese periódico que apenas nadie leerá en una aldea que se adivina casi analfabeta, es la última resonancia de una civilización en la que pueda la ley proteger la libertad de aquellos que ningún arma tienen que no sea la de la ley inviolable.

El poder no conoce el vacío. Y allí donde el Estado no llega con sus codificadas reglas, hay siempre otro –u otros– que llenarán el espacio: mafias, sectas, partidas de matarifes, delincuencias varias… La vida, entonces, se habrá vuelto imposible. Y sólo a punta de revolver podrán abrirse paso las más elementales lógicas.

Sobre esa fábula mínima se alza una de las más austeras joyas del cinematógrafo: The Man Who Shot Liberty Valance («El hombre que mató a Liberty Balance», John Ford, 1962). La película toda es un largo flash-back: la historia de dos héroes cargados por la culpa. Uno ha triunfado: asumiendo como propio el heroísmo anónimo con cuyo coste cargó el otro, para cuyo funeral el triunfador ha retornado al teatro de los hechos. Los dos arrastraron un asesinato en la memoria: el que elevó a Ransom Stoddard (impecable James Stewart), de timorato hombre de leyes en medio de la nada a Senador de los Estados Unidos; el que dejó a Tom Doniphon (grandioso John Wayne) náufrago de sí mismo y para siempre anclado en la aldea, en toda cuya historia sólo sucedió una cosa: la muerte de Liberty Valance. No, la muerte no: el asesinato. Del individuo más canalla, pero asesinato. Porque, como el espectador habrá de constatar mediada la película, Liberty Valance no murió en un limpio duelo.

Valance, interpretado por Lee Marvin con el desenfrenado exceso que cuadra al personaje cuya patria está siempre «en donde cuelga su sombrero», fija el canon para cualquier forajido que busque asentar su dominio por encima de ley o norma. Y, al periodista Peabody que, en uno de sus excesos de ingenio alcohólico, le inflige la irritante pregunta de si «¿Liberty Valance se está tomando libertades con la libertad de prensa?», responderá, no con palabras, con los hechos que no admiten réplica: la pobre cuadra de tablones que el «Shinbone Star» arde, Peabody es apaleado hasta el borde de la muerte. El terror, piensa sensatamente Valance, es más poderoso que cualquier ingenio: oral o escrito.

Y así hubiera sido. Sin la secuencia nocturna que John Ford repite dos veces en su película. Con la cámara situada, cada vez, en un ángulo distinto. La verdad es cuestión de perspectiva. Lo es la decencia.

El presidente del Gobierno español anunció anteayer su propósito de aniquilar a los medios de prensa no suficientemente afines. A él y a su esposa. Liberty Valance era, al menos, más lacónico.