JOSEBA ECEOLAZA-EL PAÍS

  • El debate en torno a las víctimas del terrorismo y su memoria está excesivamente polarizado por la política y sus lógicas

La herida dejada por ETA, hagamos lo que hagamos, estará presente en nuestras vidas. Es un baldón que arrastraremos durante varias generaciones porque el dolor también se hereda. Esta es, precisamente, una de las grandes tragedias de la violencia: que sus efectos perduran más allá de los vivos. Hoy y aquí tenemos la oportunidad y el deber de hacer las cosas de tal manera que esos efectos negativos duren lo menos posible.

La violencia es un trauma para las personas que la sufren, pero también es un drama colectivo porque condiciona a la sociedad que la habita. La política, la ética pública o la convivencia están marcadas por esos atentados y ahora es el momento de reconstruir el tejido social dañado.

A la hora de ajustar cuentas con nosotros mismos y con nuestro “pasado sucio”, como escribe Álvarez Junco, conviene no correr, no coger atajos y no hacer como si lo que nos ha pasado fuera algo leve que se supera de un día para otro. La armonía social no puede construirse sobre la base del olvido ni con prisa por pasar página cuanto antes.

Después de un periodo de violencia, en la transición hacia la nueva sociedad que se quiere construir siempre queda pendiente cómo rescatar para la paz a aquellas personas y colectivos que han ejercido la violencia o la han aplaudido. Una vez que han callado las armas, aparece el reto de la paz positiva, que es algo más que lograr la participación institucional normalizada de quienes defendieron los asesinatos de ETA. En esa justificación hubo un foso ético enorme marcado por la crueldad de quien encontró algún sentido al matar.

Si terminar con los atentados fue lo más urgente, desmontar las actitudes aparejadas a la violencia es una tarea a medio plazo que también hay que abordar. El problema no era solo ETA y su existencia, sino también la actitud autoritaria y antipluralista con la que actuaba y que contagió a sus defensores.

Durante la Transición, la tensión entre la reconciliación-convivencia y la justicia-verdad marcó el debate político. Al final, se decidió que la reconciliación estaba por encima de la justicia, como si una no fuera parte de la otra. No fuimos un caso aislado: en Francia, Alemania, Irlanda o incluso en la disolución de ETA-pm se tuvo el mismo debate y se resolvió de forma diferente, incluso contrapuesta. Mirarnos a esos ejemplos no implica copiarlos, sino aprender precisamente de lo que no hay que hacer. Y jamás, nunca, las víctimas y sus derechos deben pasar a un segundo plano.

La necesidad de convivir, de normalizar la vida política, incluso de llegar a acuerdos, debe ser compatible con una exigencia ética fuerte hacia quienes fueron en el mismo tren que ETA con el objetivo de reparar el daño (personal y a la sociedad) infligido. Y en ese paso las declaraciones formales de algunos dirigentes de Sortu tienen poco sentido si no se acompañan de actitudes generalizadas y constantes.

La tarea prepolítica de la deslegitimación de la violencia y, por lo tanto, de la idealización de los victimarios no permite que se haga de forma intermitente ni por fascículos. Decir que se reconoce el daño provocado y a la vez glorificar a quien generó ese mismo daño supone una disonancia que estropea el camino hacia una convivencia real y sana, si tal cosa es lo que se pretende.

Lo dijo Josu Elespe, hijo del concejal socialista Froilán Elespe, asesinado en el año 2001: “La convivencia plena requiere enfrentarse a la realidad de lo que hicieron”. Precisamente, la aportación de Geraldine Schwarz en su libro Los amnésicos es que la violencia nunca hubiera sido posible sin los Mitläufer que miraron para otro lado o se aprovecharon del contexto social que surge de la violencia. Como tantas veces se ha afirmado, para la paz hacen falta (nuevas) mentalidades de paz.

El debate en torno a las víctimas del terrorismo y su memoria está excesivamente polarizado por la política y sus lógicas. Por eso, las víctimas, con sus relatos y sus experiencias íntimas de dolor, son las portadoras de una voz que merece la pena escuchar sin cortocircuitos.

Que las víctimas expresen su dolor va a incomodar a sus victimarios, pero es parte del proceso. Los testimonios de las víctimas y sus detalles son un instrumento implacable para la verdad, un descargo para la víctima y un recordatorio para la sociedad. Contar lo que pasó es una pieza más de la acción restaurativa, porque esa verdad, dura y sangrante, suple a la justicia como instrumento de reparación cuando el olvido aparece o cuando el delito no se ha esclarecido del todo.

Además de la verdad académica, hay una verdad emocional y la necesitamos tanto como el vivir. Porque no podremos seguir construyendo convivencia si entre este ruido político no evitamos un segundo olvido.

Ya está aquí la generación de la posmemoria, que son aquellos que, no habiendo vivido el terrorismo, heredan el dolor o intuyen su impacto en sus propias vidas. Hay que tener en cuenta que los testimonios de las víctimas del terrorismo refuerzan la prevención-anticipación ante procesos de radicalización temprana, y llevarlas a los centros educativos es central en el nuevo tiempo.

Cuando pasen 30 años, miraremos a 2022 y seguro que echaremos en falta algunas cosas. Por eso, aún estamos a tiempo de crear una comunidad del recuerdo que evite los errores que otros, en otras épocas y en otros lugares, han cometido en este terreno. La memoria es una causa en la que pocas personas están dispuestas a dar la batalla, pero que afecta a mucha gente durante muchos años. Hagámoslo bien para cuando llegue el tiempo en el que ya nadie pueda decir “yo estuve allí”.