Una nueva centralidad se dibuja en Europa y quizá, también, en España. Un centro que ya no es una simple equidistancia entre polos, sino el resultado de un equilibrio dentro de un sistema de ecuaciones lineales que contienen diversas incógnitas y planos que interseccionan líneas contradictorias dentro de una matriz con un único punto en común. Así, la política que emerge de las últimas elecciones, tanto en Europa como en España, supone una reconfiguración de fuerzas que definen un nuevo horizonte de rivalidad. Especialmente en el ámbito europeo, donde el desenlace de las elecciones del 26 de marzo define dos contendientes en pugna en los próximos años: la moderación y la radicalidad. Una moderación que se abre a los otros, que dialoga como una coalición que suma actores en contra de sus propios intereses para construir un interés de todos. Y una radicalidad que se blinda frente a los demás, que solo piensa en sus intereses y se fanatiza en ellos para esquinarse frente a un todo que combate con su desprecio.

 

El plano horizontal entre derecha e izquierda que acompaña la política desde 1789 es insuficiente

El centro ya no puede verse a partir de una equidistancia entre extremos de un plano lineal que equilibra la derecha y la izquierda. Sobre todo porque la dimensión económica de esa tensión, que era la relación entre capital y trabajo dentro de la economía fordiana, se ha disuelto ante la revolución digital que gestiona la economía de plataformas. El centro hoy es un área tridimensional de intersección entre ejes y vectores de procedencia múltiple. Para verlo hace falta cambiar el chip visual. Proyectar una mirada que agregue perspectivas que permitan dibujar un mapa amórfico en donde surjan las intensidades que definen, también, la nueva política. Esto exige cohonestar en tiempo real una pluralidad de conjuntos de proximidad que interseccionan un centro donde se negocian intereses aparentemente irreconciliables. Un centro que está sujeto a la interacción hostil que plantean sobre él los vectores de radicalidad que tienen la vocación de anillarlo para asfixiarlo y hacerlo colapsar políticamente.

En cualquier caso, el plano horizontal entre derecha e izquierda que acompaña la política desde 1789 es insuficiente. Nuestra realidad posmoderna hace que tenga que ser sustituido por un sistema de ecuaciones lineales en donde confluyan espacios tridimensionales que hacen cada vez más compleja la geografía política.

Precisamente la nueva centralidad que emerge es la respuesta práctica a ella. Define una matriz central en la que se cruzan los ejes de derecha e izquierda, libertad e igualdad, así como otros que en forma de vectores revelan la cartografía de una política que requiere más imaginación y dinamismo para analizarla y hacer posible la acción reformista que sustenta la democracia.

Hablamos de vectores como feminismo y ecología, o polaridades como humanismo tecnológico y transhumanismo, identidad digital y corporeidad, mentorización e innovación, renta básica y robótica, libre albedrío e inteligencia artificial, institucionalidad y populismo, ética y nihilismo, cosmopolitismo y nacionalismo o laicidad y creencias, entre otros. Vectores y ejes difíciles de casar si no es dentro de una centralidad dinámica y asimétrica que modere y equilibre el peso de los intereses en conflicto y la intensidad de los mismos.

Para ello es imprescindible delimitar una matriz de encuentro. Una coalición que sume contra los propios intereses, que haga posible acuerdos que identifiquen el interés de todos. Y todo dentro de una Europa que sufre la tensión entre quienes abominan de fronteras para que subsista y quienes defienden fronteras para que desaparezca.

Este centro nace de una Europa que forja un hiperliderazgo sobre los Estados miembros basado en una sucesión de match points que han puesto a prueba su resistencia frente al euroescepticismo y la adversidad antieuropea. Asistimos a un nuevo europeísmo que sabe que es el enemigo a derrotar, dentro y fuera de las fronteras de la Unión, porque dentro de la globalización es el único actor que ofrece esperanza a pesar de sus debilidades y errores.

Este centro nace de una Europa que forja un hiperliderazgo sobre los Estados miembros

En sus casi 75 años de historia afronta su momento más crítico. Por un lado, una crisis de credibilidad y, por otro, un asalto desde varios frentes que buscan converger en la dislocación de su institucionalidad liberal y democrática. No es casual que un sumatorio de radicalidades extremas golpee intensamente la vocación de acuerdos al poner a prueba la viabilidad de estos. Algo que hace a diario el Brexit al buscar el desenganche de la fachada atlántica; el ascenso de los nacional-populismos y la emergencia del fascismo y la xenofobia; la proliferación de Gobiernos iliberales; los cesarismos y liderazgos populistas que se propagan por doquier. Sin olvidar la presión de una Rusia convertida en un imperio gamberro que desea debilitar un continente que China y Estados Unidos quieren convertir en el campo de batalla de la guerra mundial que libran por la hegemonía tecnológica.

Dentro de contexto, Europa ensaya una nueva centralidad moderadora que refuerce su proyecto. Para ello ha diseñado una narración que configura un Gobierno que es el resultado de la intersección de los ejes y vectores que quieren conciliar la mayoría de los europeos. Algo que hace un siglo se ensayó en Weimar con una coalición de gobierno puesta al servicio de las reformas que querían plasmar en Alemania el ideal civilizatorio de Kant y Goethe. Entonces se sumó a socialdemócratas, centristas y liberales frente a la hostilidad de fascistas, nacional-conservadores y comunistas. Aquella experiencia fracasó y la enseñanza de su derrota debe inspirar hoy a los populares, socialistas, liberales y verdes europeos. Una coalición del siglo XXI que tiene la responsabilidad de definir el centro que gane definitivamente la batalla frente a la radicalidad de los extremos que la hostigan. De su éxito depende el futuro de Europa y de la democracia.