Andoni Pérez Ayala-El Correo

A falta de normalidad parlamentaria, los tribunales son campo de batalla de la oposición contra el Ejecutivo

Aunque haya sido con casi tres meses de retraso desde que se produjo la renovación de las Cortes Generales tras las elecciones del 10-N, esta vez sí fue posible la inauguración de la legislatura. Recordemos que de las tres breves legislaturas anteriores dos (en 2016 y 2019) ni siquiera pudieron ser inauguradas, lo que da cuenta de la anomalía institucional en la que estamos instalados durante este último periodo. De todas formas, este hecho lo único que nos indica es que en esta ocasión fue posible celebrar la sesión inaugural de la legislatura; hace falta saber ahora qué continuidad va a tener. Y, a este respecto, dados los inciertos apoyos con que cuenta el Gobierno y, por otra parte, la actitud de la oposición, tal y como ésta se ha venido manifestando desde el día siguiente a las últimas elecciones, no parece que pueda haber muchos motivos para sentirse especialmente optimista.

Un factor que está marcando de forma determinante el comienzo de esta nueva legislatura es el protagonismo que están teniendo las cuestiones judiciales. No es nada nuevo, porque esto viene siendo una constante en el desarrollo de nuestro accidentado proceso político desde hace tiempo; pero en el momento presente, coincidiendo con la formación del nuevo Gobierno y el inicio de la legislatura, ha adquirido una dimensión nueva al incidir de lleno en la estructura institucional de la Judicatura y de la Fiscalía. Ya no se trata solo de las polémicas sobre las decisiones judiciales, que siguen dándose con igual o mayor intensidad, sino que a ello se suman también las pugnas por el control del órgano de gobierno del Poder Judicial y de la Fiscalía General del Estado.

Todo indica, por la forma como vienen planteándose las cosas, que el factor judicial no solo no va a remitir a lo largo de la legislatura que ahora se abre, sino que va a seguir estando presente e incluso va a ser uno de los factores determinantes de su propia continuidad. Lo que, por otra parte, no es posible evitar si se persiste en actuar haciendo caso omiso de la ley y, además, quien así actúa se jacta publicamente de ello y advierte de que volverá a hacerlo, como se nos ha anunciado. En estas condiciones, la intervención judicial no es una opción entre otras, es algo inevitable mientras se mantenga el mismo comportamiento; y no precisamente por culpa de los jueces, que aquí y en todas partes tienen como función principal la de garantizar el cumplimiento de las leyes.

A ello hay que añadir la actitud de quienes en vez de ejercer la oposición al Gobierno en el Parlamento, que es donde hay que hacerla, especialmente en un sistema parlamentario, no tienen inconveniente alguno en recurrir reiteradamente a los tribunales para desarrollar en ellos su actividad opositora. Es lo que viene ocurriendo en estos últimos meses, en los que, a falta de normalidad parlamentaria (se acaba de inaugurar la legislatura), los tribunales se han convertido en el campo de batalla de la oposición contra el Ejecutivo; en la mayoría de los casos, planteando en ellos cuestiones que, por discutibles e incluso criticables que puedan ser, entran dentro del ámbito de las opciones políticas pero que muy poco, o nada, tienen que ver con la función jurisdiccional.

Tanto la pretensión de ‘sobrejudicialización’, forzando la intervención de los tribunales en cuestiones que, por su propia naturaleza, recaen dentro del ámbito estrictamente político como, por otra parte, la invocación recurrente de la desjudicialización para vetar la intervención de los tribunales cuando se vulnera la ley son ambas actitudes ajenas por completo a las reglas que rigen en el Estado de Derecho. Y hay que añadir que son comportamientos que se retroalimentan mutuamente, que se están asentando firmemente en nuestra vida política y judicial, condicionando continuamente de forma decisiva el desarrollo del proceso político a lo largo de todos estos últimos años.

Ahora que ya tenemos nuevo Gobierno y hemos inaugurado la nueva legislatura (y hasta podemos iniciar la elaboración de unos nuevos Presupuestos) podemos también empezar a normalizar las agitadas relaciones político-judiciales que venimos teniendo últimamente. Para ello, una de las tareas que hay que plantearse de forma prioritaria es la desactivación de la dinámica de la desjudicialización versus sobrejudicialización (y su inevitable retroalimentación mutua) y, sobre todo, su interferencia permanente en el desarrollo del proceso político, como viene ocurriendo. Sería una buena contribución a la consecución de una normalidad institucional que, a día de hoy, se echa bastante en falta y que debe ser una prioridad a abordar en la legislatura que acabamos de inaugurar.