FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS
- El populismo no surge porque sí. Es la reacción visceral ante toda una serie de problemas sin resolver y la ansiedad provocada por la pérdida de las cómodas distinciones y valores
El filósofo Peter Sloterdijk comparó el Estado actual con un inmenso taller de reparaciones, un intricado entramado destinado a tener que enmendar las fallas y disfuncionalidades que no dejan de aparecer en sociedades cada vez más complejas. Siempre va al arrastre de contratiempos o percances en los que se ve envuelto y a los que inevitablemente le toca compensar. La mayoría de ellos casi nunca han sido originados por él. Más que liderar, reacciona; más que resolver los problemas de forma estable, los “repara”. Eso sí, de forma provisional, porque siguen permaneciendo enquistados. Y enseguida tiene que hacer frente a otros nuevos de forma acelerada. Piensen en la pandemia, o lo que ahora ocurre como consecuencia de la guerra. A los ministros hay que imaginarlos vestidos con mono azul y alguna herramienta en la mano.
Añádanle a esto lo que significa la creciente europeización de las políticas nacionales o el siempre necesario ajuste a los imperativos de los mercados. O, como es obligado en toda democracia, el tener siempre encima a la oposición y una constante supervisión mediática, que obligan a tejer y destejer relatos para dotar a la acción política de un orden aparente o justificar los imprevistos que van surgiendo en el camino. Una tarea titánica, porque muchas veces es imposible ocultar las chapuzas, como la famosa carta al rey de Marruecos.
Esta realidad choca con la elegante descripción politológica tan propensa a establecer la distribución funcional de competencias, las taxonomías de políticas públicas o, en fin, la evaluación de su rendimiento a partir de clichés ideológicos dados. A donde quiero llegar es a la propia naturaleza de esta gobernanza compleja en la que estamos inmersos, que tendemos a seguir viéndola con las anteojeras de las tradicionales categorías políticas, como el hablar de una “contestación social de ultraderecha”. ¿Que Vox puede estar detrás del sector más díscolo de los camineros? Pues claro. Aprovechará cualquier resquicio que le ofrezca el sistema para desestabilizar al Gobierno y cobrar protagonismo. Aquí no está el problema; este reside en la endiablada reconversión de multitud de sectores productivos, todavía huérfanos de una solución, o la crisis de los clásicos esquemas de intermediación de intereses. No hay una conflictividad social de derechas y otra de izquierdas, sino sectores más o menos sintonizados con los esquemas de mediación social y política establecidos. Recuerden la crisis de los chalecos amarillos. Por cierto, también surgió por una subida de carburantes.
En momentos de descontento florece la demagogia, pero esta no puede confrontarse con otros juicios simplificadores, con el automatismo de las viejas respuestas. Es curioso: cuanto más compleja deviene la política, más simplón resulta también su reflejo en la disputa ideológica cotidiana. La realidad conocida se ha dado la vuelta como un calcetín. Y, mientras buscamos soluciones eficaces para recomponerlo todo hacen falta nuevas estrategias de comunicación, una nueva pedagogía a la hora de describirla. El populismo no surge porque sí; es la reacción visceral ante toda una serie de problemas irresueltos y la ansiedad provocada por la pérdida de las cómodas distinciones y valores. Es desestabilizador porque busca recuperar un mundo que ya hemos perdido: fronteras, homogeneidad étnica, retorno al Estado, etcétera. La mejor respuesta frente a él es abrazar de una vez los datos de esta nueva realidad y actuar en consecuencia.