El Correo-JESÚS PRIETO MENDAZA

Hay que confiar en que el nacionalismo institucional no se incline por aprovechar la debilidad de Sánchez para plantear nuevos desafíos al Estado y apueste por la moderación

El texto de nuevo Estatuto presentado esta semana en el Parlamento vasco no es realmente uno, sino tres, pues los votos particulares y las diferencias de los proponentes impiden hablar de unanimidad. Aun así, y esta es una constatación objetiva, los elementos de acuerdo son más que los de disenso. PNV, PSE-EE y Elkarrekin Podemos han consensuado un 80% del articulado; cuestión esta que, unida a la significativa representatividad de los mencionados grupos –entre los tres suman un 65% de los votantes vascos–, invita a pensar que no es justa la calificación de «chapucilla» que le ha otorgado Arnaldo Otegi. Ciertamente, como ha apuntado Andoni Ortuzar, hay otras fuerzas que no lo observan así, y que han de ser tenidas en cuenta, por supuesto, por elemental principio democrático. Pero ese hecho no invalida la búsqueda de consensos; mucho menos si en ello nos va un valor principal, reivindicado casi a diario por el lehendakari Urkullu, cual es el bien común.

He leído el texto con interés, buscando indicadores en clave de ciudadanía, y son más los aspectos que me tranquilizan que los que me inquietan. Para empezar, la voluntad, manifestada de forma insistente, de buscar una actualización del conocido como Estatuto de Gernika de forma acordada con el Estado español, evitando el enfrentamiento y alejando el peligro de fractura social que se vive en Cataluña. Euskadi ya vivió momentos pasados de trincheras y rupturas que es de agradecer no se nos vuelvan siquiera a plantear. Aun así, debo mostrar mi recelo con respecto a dos cuestiones.

La primera es la reivindicación del derecho a decidir, precisamente el foco de los disensos; y la segunda, en gran medida asociada a ese supuesto derecho a la secesión, es la espinosa cuestión de la identidad nacional. Se ha aludido estos días –el propio Iñigo Urkullu lo hizo esta semana en un foro de EL CORREO– a la voluntad de preservar una cultura, una cosmovisión, una lengua. De forma implícita parece que es necesaria la constitución en ‘nación política’ para conseguir todo ello. ¿Pero realmente lo es?

Invito a una doble reflexión sobre ello y lanzo dos preguntas. La primera: ¿qué es cultura vasca? Creo que por razones históricas, religiosas, económicas y políticas la Euskadi (voy a obviar la cuestión, contenida en el nuevo Estatuto sobre la superación del término cultural relativo a Euskal Herria para dotarle al mismo de significado político) del siglo XXI es una comunidad cultural que no puede considerarse monolítica, sino diversa. Y esa pluralidad es fruto de préstamos que tienen que ver con las vecindades geográficas, las realidades urbana y rural, la secularización de nuestra sociedad y nuevos fenómenos como la transnacionalidad. Proponer un único patrón cultural es, además de un equívoco académico, el mejor camino para la homogeneización y la desaparición, por asimilación, de las diversas realidades de los territorios vascos.

Va ahora la segunda. En la actual comunidad autónoma de Euskadi, durante los ya muchos años de ejercicio desde que se constituyó el Gobierno vasco, ¿acaso no hemos avanzado y profundizado en la recuperación del euskera, de la música, la gastronomía, el cine, el teatro, la literatura, el deporte y cuantos elementos nos identifican como vascos? Yo, personalmente, creo que sí y de forma exponencial. Por lo tanto, en mi opinión, no es indispensable constituirse en ‘nación política’ para conseguirlo. En nuestro actual marco, en nuestros distintos ámbitos políticos como son el vasco, el español y el europeo hemos conseguido mantener y mejorar nuestra identidad vasca. En este sentido, no veo pertinente abrir un debate que tiende a reducir sentimientos identitarios, en vez de a ampliarlos como parece que este tercer milenio nos demanda. Las actuales sociedades tienden a conformarse como «culturas híbridas» (García Canclini, 1990) y el concepto de «identidad múltiple» (Smith, 1991) se impone, por encima de antiguas realidades etnoterritoriales, para conformar «politeyas plurales» (Moreno, 1988).

Cuando en algún foro he manifestado mi temor al respecto de que pudieran conformarse dos realidades diferenciadas de ciudadanía que nos llevaran a una forma de etnocracia (unos ciudadanos de primera, adscritos al grupo etnonacional, y el resto de los ciudadanos, es decir, los de segunda), siempre hay alguien, airado, que me pregunta por qué presupongo que en ese futuro idílico, en esta tierra vasca alguien pudiera llegar a excluir a sus vecinos en función de su identidad. Mi respuesta siempre es la misma: porque aquí ya tenemos experiencia en eso. ¡Aquí ya se hizo!

Confío en que el nacionalismo institucional no se decante por aprovechar la debilidad de Pedro Sánchez y plantear nuevos retos al Estado. Espero que camine por los senderos de moderación y transversalidad que tanto beneficio han reportado, en términos de cohesión, a la actual sociedad vasca, y mire más a ese 80% que nos une. Ahora es el tiempo de la Ponencia de Autogobierno. No es época de panaceas ni de chapuzas; es tiempo de hablar de Estatuto y de su ‘aggiornamento’. Ni más ni menos.