SERGI DORIA-ABC
- Nuevos o viejos, los frentes populares tienen tan poco que ver con la democracia liberal como la extrema derecha
La emigración, el multiculturalismo y el ascensor social obligan a la opinión políticamente incorrecta. La extrema derecha y sus apéndices populistas aplican soluciones simples a asuntos complejos. La izquierda no es mejor: se apaña con coartadas buenistas; maquilla el debate hasta que la tozuda realidad le hace perder votantes: en Francia el trasvase del PCF al Frente Nacional de Le Pen padre. Cuando se acabó lo que se daba –vivir del escapismo– la izquierda recurre al eslogan de que viene la ultraderecha.
Ante el ascenso de Marine Le Pen y la debacle del centroderecha de Macron la izquierda francesa practica lo que censura a la derecha republicana y se alía con la extrema izquierda en un Nuevo Frente Popular, reedición de aquel de Léon Blum que ganó las elecciones en 1936 y que tuvo su versión española. Digamos a nuestros vecinos, ocupados en recrear la Comuna de 1871 y el Mayo del 68, que su Nuevo Frente Popular ya funciona en España desde que Pedro Sánchez se erigió en cancerbero del ‘Muro Antifascista’ que deja fuera a los ‘fangosos’ que no opinan como él, sean o no de ultraderecha.
El Frente Popular fue en los años treinta una estrategia del Komintern. Utilizando el nazi-fascismo de ‘captatio benevolentiae’, Stalin ordena a los partidos comunistas establecer coaliciones electorales con las clases medias, la izquierda tradicional y los partidos liberal-burgueses. Lo que en principio se vende como una unión de los demócratas contra el fascismo, queda desmentido cuando Molotov y Von Ribbentrop firman en 1939 el tratado de no agresión; dos años después, el ataque de Hitler a la URSS resucita ese frentepopulismo –los rusos pasan a ser aliados de las democracias occidentales– que, al acabar la guerra, cursa cual caballo de Troya: las ‘democracias populares’ con las que Stalin dominará media Europa.
El Frente Popular francés nace el 14 de julio de 1935 con una manifestación antifascista a la que concurre medio centenar de formaciones políticas (SFIO, PCF y PR), sindicales (CGT, CGTU) y cívicas (comités antifascistas, Liga de Defensa de los Derechos del Hombre). Acontece un año después del intento de asalto a la Asamblea Nacional por grupos de ultraderecha: la condición de antifascista se amplía más allá de la izquierda.
Raymond Aron, que vivió en Alemania el ascenso de los nazis, no duda desde posiciones socialdemócratas en apoyar el antifascismo frente a la voracidad hitleriana. El problema, reconocerá años después ya como liberal, es que mientras se tenía conciencia de la amenaza totalitaria que encarnaban Hitler y Mussolini se ignoraba el totalitarismo estalinista que había denunciado Gide en su ‘Retour de l’URSS’: «La gente que apoyaba la Unión Soviética nos caía más simpática que los otros. Detestábamos a los pro-hitlerianos y nos sentíamos más cercanos a los pro-estalinistas. De tal manera que la hermandad afectiva e intelectual del bloque antifascista, todavía hoy, pueda ser comprensible, aunque políticamente sea un absurdo».
La ‘ilusión lírica’ del Frente Popular con sus avances sociales –aumento de salarios, las cuarenta horas, vacaciones pagadas– topa con una coyuntura que la hacía inviable (recesión mundial del 29) y frentista (huelgas y ocupación de fábricas): «De un lado, fue un gran movimiento de reformas sociales y de otro fue una política económica absurda de consecuencias lamentables. Aunque cuando la izquierda celebra el Frente Popular, manifiesta esa propensión tan de la izquierda de celebrar sus desastres, ya que, al cabo de diez o doce meses, el Frente Popular se había deshecho a causa de una política económica irracional», añade Aron.
El frentepopulismo que nació como respuesta al totalitarismo fascista acabó siendo compañero de viaje y luego rehén del totalitarismo comunista (así sucedió en España). Esa estafa moral explica el tránsito de Aron y Malraux desde el socialismo y el comunismo de preguerra al apoyo al general De Gaulle. En 1955, con la publicación de ‘El opio de los intelectuales’, Aron cuestiona el Reagrupamiento Democrático Revolucionario que postula Jean Paul Sartre: «Se puede hacer una revolución con vistas a la democracia, pero de ordinario no se hace democráticamente una revolución», sentencia. Los autodenominados ‘antifascistas’ no cuestionaban el gulag comunista; equiparaban anticomunismo con ‘reacción’ y atlantismo con ‘imperialismo’ yanqui. Los intelectuales que rechazaban el anticomunismo como Sartre y Merleau-Ponty –enemigos acérrimos también de Camus– «querían ser revolucionarios en una revolución que, al parecer, no existía», ironiza Aron. Las diatribas del pensador liberal contra el frentepopulismo que la izquierda francesa mantuvo hasta culminar en 1981 el fracasado ‘Programa Común’ de Mitterrand y Marchais le valieron una frase que demuestra que ser de izquierdas tiene que ver más con la fe que con la razón: «Vale más equivocarse con Sartre que tener razón con Aron».
A falta de razones que oponer al discurso de la extrema derecha, el Nuevo Frente Popular propone la batalla callejera. Las asociaciones antirracistas y pro derechos humanos se mezclan con colectivos gay, sindicalistas, antisemitismo pro Hamás, militantes del PS (algunos con dudas), el PCF, la extrema izquierda de Francia Insumisa, los Verdes y ‘antifas’ enmascarados que identifican protesta con algarada: «Lo variopinto muy crudo de la manifestación parisina coincide con la implosión caótica del paisaje político nacional, con AN como única fuerza sólida y ascendente. LFI ha dejado sin posible escaño a varias personalidades históricas, abriendo una crisis interna antes de votar. En el PS, las personalidades europeístas contemplan con horror la alianza táctica con la extrema izquierda. PCF y Verdes no salen del hoyo», observa Juan Pedro Quiñonero en su crónica parisina.
Un desconcierto propiciado por la desconfianza entre una izquierda y derecha tradicionales que han abandonado la moderación para imitar a los extremos. La imposibilidad de diálogo –acentuada en España por la amoralidad de Sánchez– la ilustra Gaziel en junio de 1936 ante el Frente Popular radicalizado por Largo Caballero. El ‘Lenin español’ aspiraba a gobernar la República para alcanzar la revolución comunista: «¿Cómo van a compaginarse, pues, y a sostenerse mutuamente, revolución y gobierno? Por fuerza han de chocar, tarde o temprano, donde sea que estén aceptados», objeta.
El Frente Popular del 36 fracasó en Francia y España: quienes querían gobernar compartían la misma nave de unas fuerzas radicales cuyo objetivo es quebrar el sistema. Esa es la composición de la coalición ‘progresista’ que sostiene a Sánchez. También de ese Nuevo Frente Popular francés que va a combatir en la calle a la extrema derecha, aunque esta contara con el favor de las urnas. Dos muros antifascistas tan rígidos como una izquierda que intenta adaptar los retos la realidad global a los dogmas de la ideología. Nuevos o viejos, los frentes populares tienen tan poco que ver con la democracia liberal como la extrema derecha.