ELISA DE LA NUEZ – EL MUNDO – 13/04/16
· Los españoles, según la autora, no se equivocaron al votar, sino que lo han hecho por algo muy distinto a lo que había, aun siendo conscientes de que sus decisiones podían dificultar la constitución de un Gobierno.
Quizá una de las cosas que tienen en común todas las épocas en que se producen grandes cambios, como sin duda es la nuestra, es la dificultad que presenta su análisis cuando las personas que están en condiciones de hacerlo –desde los medios de comunicación, los think tanks , la academia, las empresas de demoscopia y la política– están anclados en las concepciones propias de un momento anterior. En el caso del análisis de la política española resulta llamativa la brecha –no exclusivamente generacional, por cierto– entre los analistas aferrados a lo que podríamos llamar el relato de la Transición y los que aceptan sin problemas que necesitamos uno nuevo.
Hay que esforzarse por que resulte inteligible y, sobre todo, funcional. En ese contexto, la nostalgia por Gobiernos fuertes y estables, sin periodos de interinidad, o los lamentos por lo mal que hemos votado los españoles al obligar al menos a tres partidos a ponerse de acuerdo para formar Gobierno no nos van a llevar muy lejos ni resultan útiles. Tampoco repetir las elecciones, a ver si con suerte sólo basta que se pongan de acuerdo dos partidos. En el nuevo relato los españoles no se han equivocado al votar, sencillamente han votado por algo muy distinto a lo que había, aun siendo más o menos conscientes de que sus decisiones podían dificultar la constitución de un Gobierno al no otorgar mayorías claras. Entre otras cosas porque la confianza abrumadora que se concedió al PP en 2011 en un momento de grave crisis ha sido dilapidada irresponsablemente al no acometer las reformas institucionales que ya entonces resultaban urgentes.
Recordemos que, más allá de las exigidas por el rescate financiero y la reforma laboral, no ha habido ninguna reforma en profundidad más, por muchas leyes o mejor dicho decretos-ley que se hayan dictado. En particular, los intereses de colectivos numerosos, bien organizados o cercanos al Gobierno (incluidos funcionarios y pensionistas) se han respetado en detrimento de otros.
La reforma de las administraciones públicas se ha quedado en un paripé, por muchas comisiones que se hayan reunido; ahí están los números del gasto público para demostrarlo. De la implacable «lucha contra la corrupción» emprendida por el mismo partido que ha visto registrada su sede varias veces, borra discos duros y registros de entrada o mantiene cómodamente aforada a Rita Barberá en el Senado mejor no hablar porque produce cierta vergüenza. Coincido con la vicepresidenta en que los hechos hablan por sí solos, pero conviene no confundir los hechos con las normas, tan frecuentemente incumplidas en España.
La realidad después de una legislatura con mayoría absoluta es que se han debilitado aún más los contrapesos institucionales y la separación de poderes, y que se ha protegido –al menos mientras se ha podido– a los corruptos del propio partido, respondiendo probablemente a una lógica de devolución de favores por parte de la actual cúpula directiva.
Así que el 20-D los españoles hemos preferido un Parlamento que asegura la diversidad, el debate y el contrapeso de poderes frente al Parlamento muerto de la legislatura anterior. Como estamos viendo estos días, esta situación ha cogido a nuestra clase política –incluidos los nuevos actores– sin preparación suficiente. De ahí los choques de egos, los desplantes, los numeritos en el Congreso y, en general, la falta de seriedad con la que se ha abordado esta nueva etapa.
Pero como es poco probable que nuestra democracia vuelva a la infancia del cómodo bipartidismo es mejor entender que en el nuevo relato esta situación puede ser una ventaja en que se abren nuevas posibilidades y nuevas dinámicas. Maquiavelo fue el primer pensador en darse cuenta que la prosperidad de una república no se basaba en la estabilidad y la armonía sino más bien en la disensión, el contraste de pareceres, la competencia y en la mutua vigilancia
Los pactos transversales son, por tanto, un elemento central en el nuevo relato de la democracia española y no un mal menor con el que conviene acabar en cuanto se pueda. Como es sabido, hay varias combinaciones posibles pero todas ellas pasan por el papel central del PSOE, que –en mi opinión– ha entendido bien el mensaje del electorado, y no solo del suyo. El dato fundamental es que se trata de negociar sobre documentos o papeles concretos, y no sobre cuotas de poder. Importa menos que el ministro sea de uno u otro partido, y bastante más lo que vaya a hacer. La idea del «reparto de cromos» como método para alcanzar un acuerdo pertenece a un relato ya agotado.
De la misma forma, debemos enviar al baúl de los recuerdos las acusaciones de «traición» al electorado por la necesidad de ceder para llegar a acuerdos. Por el contrario, debemos incorporar a nuestro imaginario colectivo la idea del «mestizaje» o la «transversalidad» que propone el politólogo Victor Lapuente como elemento positivo.
También deberíamos superar la necesidad de personalidades carismáticas o imprescindibles. Sin duda, tener un buen candidato es una gran baza electoral, y es indudable que el éxito de Podemos o Ciudadanos debe mucho a las figuras de sus respectivos líderes. Pero, incluso aunque se volviera a abrir un periodo electoral, los partidos no deberían fiarlo todo a una sola carta, que además ya han enseñado bastante. Por otro lado, las encuestas señalan que las fronteras entre los partidos se están haciendo cada vez más permeables –gracias sobre todo a la aparición de los nuevos– y que para muchos ciudadanos la noción de «voto cautivo», que era esencial en el relato de la Transición, ha pasado a la historia.
También empiezan a cansar las trasmisiones en tiempo real de conjuras, reuniones varias y, en general, de las idas y venidas de los distintos personajes. Sería bastante más interesante para los ciudadanos centrarse en el análisis de las medidas y las propuestas concretas que se quieren poner en marcha que conocer el último cotilleo político. Por eso sorprende tanto que haya tantos comentaristas y tantos políticos que no se hayan molestado en leer el Acuerdo del abrazo, y manifiesten su oposición sencillamente atendiendo a quienes lo han firmado. Como dice un viejo chiste, hay gente a favor, en contra y luego están los que se lo han leído. Pues para los que sí nos lo hemos leído resulta que es un punto de partida muy razonable para llegar a un acuerdo de Gobierno, y demuestra que se ha entendido la necesidad de poner en marcha un relato distinto. Incluso puntos concretos del acuerdo, como el de la supresión de las diputaciones, suponen pasos simbólicos importantes porque demuestran que, al menos parte de la clase política, está dispuesta –por primera vez– a hacer sacrificios en carne propia y no sólo en la ajena.
Por último, la actitud del actual partido del Gobierno en funciones sólo resulta explicable desde una lectura de la realidad política anclada en conceptos en buena medida superados, lo que es inevitable en un partido donde huele a cerrado. La falta absoluta de democracia interna y la ausencia de debate, así como la falta de influencia de afiliados y simpatizantes convierten al PP en un partido incapaz de adaptarse a las nuevas circunstancias. En esas condiciones, la bunkerización de la cúpula directiva es inevitable, dado que no hay alternativa al discurso y candidato oficial ni procedimientos internos que permitan plantearlos. En definitiva, el imprescindible cambio de relato en el PP pasa por el harakiri–por usar el símil con las Cortes franquistas– de la actual directiva, lo que a día de hoy parece poco probable.
Entre otras cosas porque la única estrategia del actual PP es la de aguantar como sea y esperar a que les caiga el Gobierno como fruta madura, con o sin nuevas elecciones de por medio. Hasta el punto de que cabe sospechar si esta voluntad de resistir no tiene algo que ver con las posibles vicisitudes procesales de personas importantes del PP o de su entorno. El caso de Ignacio González, intocable mientras fue presidente de la Comunidad de Madrid, es un aviso para navegantes.
Y así estamos, en mitad de una crisis de madurez de la democracia española; hemos dejado de ser niños pero todavía no somos adultos.
Elisa de la Nuez es abogada del Estado, coeditora del blog ¿Hay Derecho? y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.