ANTONIO MUÑOZ MOLINA-El País
- Sorprende mucho que en plena costumbre de la libertad vuelvan a juzgarse las obras de arte en virtud de criterios y catecismos ideológicos, como hacía la izquierda dogmática de mi juventud
Cuando llegué a Madrid para estudiar, en un enero que recuerdo muy frío y muy nublado de 1974, el libro mejor situado en los escaparates de todas las librerías era un tomo grueso de Lenin. Se titulaba Materialismo y empirocriticismo, y su mismo título ya da una idea de su intraspasable espesor. A quien no viviera aquella época le parecerá inverosímil que en plena dictadura franquista un ensayo de V. I. Lenin pudiera editarse con normalidad, y exhibirse tan abiertamente. Pero lo más llamativo no era la presencia de ese libro con el nombre y la cara de Lenin en la portada: era la abundancia, la omnipresencia de ensayos y manuales de marxismo, de todo tipo de textos revolucionarios, de historias de las sublevaciones en el entonces llamado Tercer Mundo, de la revolución soviética, la revolución china, la lucha de Vietnam del Norte. La efigie de Lenin, la de Fidel Castro, la de Marx, la de Mao, estaban en muchas de las portadas de los libros de bolsillo de entonces, en las que predominaba una recia estética de realismo socialista.
A los mandamases franquistas, amodorrados y ahítos al cabo de varias décadas de supremacía despótica, aquella sobreabundancia de literatura revolucionaria no debía de inquietarles mucho, o quizás andaban tan abotargados que ni se enteraban de su existencia. No había piedad con militantes de izquierda, y menos todavía si eran obreros y sindicalistas, pero el marxismo que reinaba en las librerías y en las aulas universitarias debía de parecerles un entretenimiento de hijos de buena familia temporalmente descarriados, o perdidos en alucinaciones demasiado abstractas como para ofrecer algún peligro. Y todo eso sin olvidar que una parte muy considerable de las energías intelectuales y los fervores ideológicos de los “concienciados” de la izquierda, como se decía entonces, se consagraban no a la conspiración directa ni a la denostación del enemigo común, el régimen franquista, sino a la diatriba contra los partidarios de otras corrientes revolucionarias. La furia con que se atacaban entre sí maoístas y trotskistas en las asambleas universitarias solo era menos vehemente que la de unos y otros por igual contra el Partido Comunista, el PCE, “el Partido”, como decían sus miembros, en un singular jactancioso que tenía mucho de querencia de partido único. Trotskistas, maoístas, leninistas de diversa índole, llamaban revisionista y reformista al PCE, aun antes de la muerte de Franco, y se agotaban en anatemas y en diatribas de pureza ideológica que se parecían mucho a las disputas entre las sectas cristianas de los primeros siglos, peleas a muerte en la claustrofobia de las catacumbas, acusaciones de impureza, rigores de punitiva ortodoxia.
Para los maoístas, Mao era el rebelde que se había emancipado del revisionismo y el apoltronamiento soviético, el poeta filósofo que llamaba a los imperialistas tigres de papel y decía que un bello poema se escribe mejor sobre una hoja en blanco. Hay metáforas siniestras: la hoja en blanco de Mao era el exterminio por hambre y persecución de millones de personas en nombre de los desatinos megalómanos del dictador y su régimen. Intelectuales europeos habían peregrinado a China en medio del caos sanguinario de la Revolución Cultural y solo habían visto un país próspero y un pueblo feliz. Hasta Baltasar Porcel, años más tarde propagandista del supremacismo de los ricos catalanes, publicó aquel 1974 un libro entusiasta de viaje que se titulaba China, una revolución en pie, que yo leí crédulamente, tontamente, como leía tantas cosas, huésped menesteroso de las librerías de Madrid, contagiado de un fervor doctrinario que por suerte no fue muy duradero, y del que me curaron, más que la inteligencia o el sentido común, el amor por la literatura y el amor por la libertad, los dos igual de instintivos, el rechazo visceral y todavía no intelectual de las imposiciones y las coacciones ideológicas.
No capitulaba de aquellas elucubraciones teóricas por desacuerdo sino por aburrimiento. Las ideas al parecer más revolucionarias se expresaban en una prosa como de cemento, con una monotonía administrativa de catecismo o de manual de instrucciones. Leía y subrayaba meritoriamente los Conceptos elementales del materialismo histórico, de Marta Harnecker, lectura obligatoria entonces, y me vencía una desgana culpable. Yo carecía de la perspicacia política, de la información veraz, de la madurez intelectual que me hubieran inmunizado contra los dogmas tan seductores de aquella izquierda que siendo antifranquista también era en gran medida antidemocrática, y que tenía el mismo desdén hacia la libertad de espíritu que hacia las libertades públicas entonces llamadas “formales” o “burguesas”. Pero el sentido de la belleza y de la forma puede avisarnos de cosas que nuestra inteligencia consciente no sabe advertir.
Podía aceptar que Lenin hubiera sido un héroe de la revolución, un mártir cuya muerte prematura le exculpaba de los crímenes horrendos que así podían atribuirse exclusivamente a Stalin. Lo que no podía era leer una sola página de aquella prosa leninista con la que teóricamente me correspondía estar de acuerdo. Y también era incapaz, por muy buena voluntad que pusiera, de disfrutar novelas, poemas, obras de teatro, películas, canciones, cuyo mérito principal consistía en la cruda denuncia panfletaria, en el “mensaje”, por noble que fuera. El desaliño indumentario en el que vivíamos todos se correspondía con un penoso desaliño estético en las obras que se nos recomendaban o se nos imponían. Lo importante era el contenido, no la forma. Preocuparse por la forma era una frivolidad equiparable a la de prestar atención a la ropa que uno se ponía, o a la higiene corporal. Y había preferencias literarias o musicales que lo volvían a uno sospechoso de sumisión al imperialismo, de decadentismo reaccionario, de sentimentalismo burgués, o peor todavía, “pequeñoburgués”. Lenin había enseñado que no había nada ni nadie que no debiera supeditarse a la causa de la revolución. Incluso había despreciado la música porque al remover los sentimientos reblandecía el espíritu revolucionario.
Recuerdo el impacto instantáneo que me produjeron las primeras páginas de La corte de los milagros, de Valle-Inclán, que había caído en mis manos por casualidad, en medio de aquellos meses de lecturas disciplinarias y seminarios de materialismo histórico. Fue como un despertar. Iba por la calle con una ebriedad que se bastaba a sí misma, y que además me permitía percibir más claramente la realidad del mundo exterior, las voces que escuchaba, las cosas que veía, mi propia alma atribulada. Leyendo por primera vez El Aleph, de Borges, revivía en mí la emoción primitiva de la literatura de la infancia y la primera adolescencia, anestesiadas después por las áridas estrecheces mentales de una ideología demasiado dogmática como para ser liberadora, y según la cual a Borges no había que leerlo por ser un reaccionario.
Mucho antes de tener la información y la madurez necesarias para repudiar cualquier forma de totalitarismo, y para comprender que la igualdad y la justicia son siempre incompatibles con la tiranía, Borges y Rulfo y Proust y Raymond Chandler y Onetti y Valle-Inclán y tantos otros me habían liberado de Lenin. Quizás por eso me sorprende tanto que ahora, al cabo de tantos años, en plena costumbre de la libertad, vuelvan a juzgarse las obras de arte en virtud de criterios y catecismos ideológicos, se impongan nuevos anatemas, se hayan vuelto tan eficientes los comisarios políticos. De nuevo la variedad y la riqueza del mundo y de la vida humana han de mirarse con los anteojos mezquinos de un recetario de abstracciones con apariencia justiciera y ceño de censura. Del fantasma y de la momia de Lenin ya nadie se acuerda, ni siquiera en Rusia, Pero de nuevo tenemos que defender la libertad radical del espíritu creativo, el pleno disfrute fervoroso y gratuito de las cosas que nos gustan.